LXIII Edición: Temporada de lluvias

¡Se va el treeeeeeennn!

Mi querida nieta Pilar:

Decidí contar esta anécdota para dejar por escrito los recuerdos que tengo de mi infancia. Escribo para obligarme a recordar, no sea que pronto me gane la partida el olvido y entonces no sepa ya ni como me llamo.

Tenía yo ocho años aproximadamente, recién llegada de la mixteca oaxaqueña a la Ciudad de México, corrían los años cuarenta del siglo anterior… Ya soy muy vieja, ¿verdad?

Una vecina, que pronto se identificó con mi madre por ser una mujer trabajadora de pueblo, con trenzas largas y rebozo gris como ella, nos invitó a conocer su pueblo. Ella venía todas las semanas a vender los productos que se valoran mucho en la ciudad: tortillas de maíz hechas a mano, verduras y frutas frescas, pinole, pan de nata y de piloncillo, queso fresco, entre otros.

Su pueblo era Tenango del Aire en el Estado de México, una región cercana a los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl.

Vivíamos en lo que hoy se conoce como Ciudad Nezahualcóyotl, los restos del desecado lago de Texcoco; ya para entonces sólo era un gran llano cubierto de hierbas en tiempo de lluvias y de polvo en tiempo de secas.

Mamá dijo que debíamos prepararnos para el viaje en tren. Yo estaba emocionada, feliz y temerosa a la vez, pues nunca había viajado en esa máquina tan grande que sólo había visto pasar por las vías que corrían sobre la actual calzada Ignacio Zaragoza.

Al fin llegó el día. Llevábamos una canasta de mimbre con comida recién hecha para compartir con la familia. Mi madre decía que no es bueno llegar nada más a la gorra. La terminal del tren de Ferrocarriles Nacionales estaba en San Lázaro, muy cerca del Centro Histórico.

Había mucha gente moviéndose de un lado a otro, unos llegaban, otros salían, pero todo mundo apresurado y con carga en la mano: la mayoría con cajas de cartón, ayates, bolsas de manta… Los menos con maletitas de buena calidad, esos eran los pasajeros de primera clase.

Entre la multitud me llamaron la atención dos hombres vestidos como personajes de las estampas que usas en la escuela, eran los maquinistas del tren. Usaban pantalones con peto y una gorra hecha con mezclilla dura y resistente (en este tiempo, la mezclilla sólo era para este tipo de indumentaria industrial); camisas de algodón a cuadros rojos y azules, y paliacate en el cuello para contener el sudor. Ellos eran los que maniobraban la locomotora y nos llevarían con bien a nuestro destino.

Corrimos al vagón de segunda clase, justo después del carro de correos donde se cargaba toda la correspondencia y paquetería. Entrar al vagón era difícil porque no existían asientos numerados ni nada semejante. Entrabas como podías y si acaso tenías suerte, ganabas un asiento tieso de madera. Si no, entonces te tocaba piso o parado todo el camino.

Los acomodadores urgían a la gente a entrar porque el tren estaba a punto de salir. El grito inconfundible de: “Se va el treeeeeen… ¡váaaaaaamonossss!” marcó el inicio de mi primera excursión fuera de la capital.

En San Juan Pantitlán el tren hacía una parada técnica, cargaba agua para las máquinas. No tardaban mucho. El pasaje estaba a la espera de que se reiniciara la marcha.

La segunda parada era de abastecimiento de nuestros estómagos que, para esa hora, ya chillaban de hambre. En Los Reyes La Paz, teníamos un tiempo para almorzar. Decenas de mujeres se arremolinaban alrededor de las ventanas de los vagones para ofrecer tlacoyos, gorditas, café y atole a los pasajeros. Como no podíamos bajar, toda la venta se realizaba por las ventanitas del tren, así que ese momento era un caos. Como en cualquier parte, había gandules que no pagaban la cuenta y otros más que se llevaban los jarros de barro donde se servía el café o el atole. Al grito de “se va el treeen…” las vendedoras corrían a tratar de recuperar la mayor cantidad de jarros y de pagos.

La última parada para mí era Tenango del Aire, que como su nombre lo indica es un lugar donde todo el año corre el fresco viento de los volcanes. Para entonces era un pueblo pequeño, con un río de agua clara y fría, grandes sembradíos de maíz, y casitas de adobe. Bajamos cansadas, con la espalda adolorida por el asiento duro pero contentas de haber llegado.

Tardamos como cinco horas en llegar de San Lázaro a Tenango, una distancia de cincuenta kilómetros que hoy recorres en automóvil en hora y media, según Google Maps.

Sin duda, el automóvil es cómodo y rápido. Sin embargo, para mí, el viaje en tren a Tenango, que repetimos por dos o tres años más en mis vacaciones escolares, es una de las más bellas experiencias de esos años de infancia.

Después te cuento cómo me divertía en Tenango.

Tu abuela que te ama,

Chuy

Créditos de la imagen: Mario Adalid – Linea 12, CC BY-SA 2.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=106719996

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