LXIII Edición: Temporada de lluvias

Mi pleyel

Cuando mi tatarabuela nació, el cinematógrafo no se había inventado, pero las tardes no eran aburridas porque las reuniones sociales eran a diario: para bordar, platicar, leer ante toda una concurrencia y desde luego, para platicar sobre la Biblia, el libro más leído, más comentado, más antiguo y más traducido.

Casi todos los capitalinos eran poetas, bien sabían versificar y casi todos sabían tocar el piano o el arpa, para poner fondos musicales a cualquier recitador.

En los tiempos de mi bisabuela no había cinematógrafo pero las distracciones llegaban porque podían actuar ¡Ya no era pecado el desarrollar una actuación en la vivencia! ya las personas comprendían que la actuación teatral era arte. Se disfrazaban, se ponían caretas.

En los tiempos de mi abuela llegó el cinematógrafo, y la misma película estaba en pantalla meses y más meses… en realidad años y más años, y cuando ya hasta los niños se la sabían de memoria, llegaba otro film a quitarles el aburrimiento.

Ya habían tres diversiones: Las tardeadas saturadas de declamaciones y acordes musicales; el cine y el teatro; ya la vida se estaba desbocando hacia la diversión.

Mi tatarabuelo, persona pensante y consentidora de su familia, tenía todo en casa para quitarle el aburrimiento a la familia: Libros de poemas, arpa, mandolina, guitarra y hasta maracas.

Música que musita

De un árbol que en la selva nace
se retomó la madera
fina, negra, plañidera
y a mi cuerpo elegante
le dio forma el fabricante
no un artesano cualquiera
sino ese que a su vera
educación musical
desde su niñez ideal
obtuvo, y no cualquiera.

Para construirme a mí
ese artista de la escala
tuvo que estudiar la amada
música no baladí
do re mi fa sol la si
y como buen ebanista
como todo gran artista
esta madera que tengo
unió y pulió con sereno
amor-música pianista.

Fue mi tatarabuelo el comprador de ese monumento a la belleza y a la riqueza musical  llamado piano vertical Pleyel. Parece ser que lo importó de Francia, y las hadas lo hicieron llegar hasta la Ciudad de México.

Mueble que viajo primero en los terrenos europeos, pues abordó un coche arrastrado por ocho caballos. Así llegó a puerto y sobre un barco sacudido por la mar, arribó hasta el Puerto de Veracruz.

Costo trabajo afinarlo, no había muchos expertos que pudieran darle servicio.

Mi bisabuelo estudió en él todas las escalas que los pajaritos le trinaban en el jardín. Cuando se llegó el tiempo, su pequeña hija también imitó a los pájaros sumiendo teclas y más teclas.

Esa hijita, fue mi abuela.

Ella siendo una niña, bordó con seda y sobre seda, un hermoso mantón saturado de hadas azules y pájaros amarillos, que encima del piano Pleyel estuvo por tres o cuatro años, hasta que siendo adolescente, se enfermó, no producía vitamina K. De repente el mundo se le nubló, cuando regresaba a pie del colegio, y como esa mañana no había querido desayunar todo lo que mi bisabuela le sirvió, no aviso que en plena calle, casi, casi se desmaya.

Al día siguiente amaneció con la piel llena de puntitos rojos y si se apretaba un poco cualquier parte del cuerpo, en él aparecía un moretón.

Ya no le quedó otra solución que avisar a su mamá que esa rareza  le pasaba.

El doctor la revisó y lanzó su diagnóstico: Mi abuela moriría. Tenía púrpura hemorrágica… en cuando llegara a ella el cumplimiento de “La Regla” mi abuela se desangraría irremediablemente.

No había cura… no había medicamentos… no había solución. Todos los casos de adolescentes con púrpura hemorrágica terminaban en la tumba.

Pero el doctor en cuestión, estimaba mucho a mi familia y se puso a investigar, a estudiar y recetó:

Transfusiones de sangre…

Transfusiones de plasma…

Comer hígado de res todos los días, tres veces al día…

Beber mucho jugo de naranjas y…

Tomar tabletas de vitamina K… que para esos días ya se sintetizaba.

¿Con qué dinero?

¿Quién era el mortal que pudiera sufragar todos estos gastos? en la primer semana se acabaron las monedas ahorradas en las alcancías, y la debilidad de mi abuela aumentaba.

Como los tratamientos para salvarla fueron tan caros, los pájaros amarillos y las hadas azules, bordados en el mantón del piano, le dijeron al bisabuelo que vendiera el Pleyel, y también el mantón.

Por eso digo que es MI PLEYEL porque aún cuando jamás lo vi, a mi abuela la salvó de morir, hubo dinero para sufragar todos los medicamentos, y para pagar todas aquellas transfusiones.

Siete años después, nació mi papá.

Veintidós años después…
Mi Papacito del Cielo
dijo a mamá en su hablar:
Enamórate del joven
que con todo su anhelo
te dedica su cantar.

Y a mi padre Él le dijo:
Vamos joven, ahí está
esa jovencita buena
para ella yo te elijo
ella tu esposa será.

Y los dos en un domingo
se casaron ante Dios
y en el año venidero
echando mi ¡Bingo-bingo!
pequeñita… nací yo.

En los tiempos de mi mamá ya hubo cine, teatro, televisión… fue entonces que los recitales y los declamadores se acabaron. Las tardeadas al ritmo del piano, del arpa y de la guitarra ahora ya no existen.

Ya los poetas no están de moda, y las personas que declaman están en extinción. Ya en las casas, en los hogares ¡No hay pianos!

Pero hay algo en el mundo que nos saca de la aburrición: el televisor, la computadora, la táblet, el celular.

La pandemia agobia pero la diversión está en el rincón de la sala o de la recámara, o debajo de la cobija para que no haya regaños por mirar tanto tiempo el celular.

Loor a ese piano que no conocí, ¡a él le debo la vida!

Créditos de la imagen: Pixabay, Pexels, https://pixabay.com/photos/piano-classical-music-piano-player-1846719/

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