LXIII Edición: Temporada de lluvias

Transmutación

Al bajar de la montaña, les encargó severamente que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos

MC 9:9

El 8 de junio del 2020 publiqué Secretar la vida: cáncer y escritura, escrito que surgió en un momento en el que la muerte de mi padre era inminente. Un fin de semana antes de escribir el texto y llevando a cuestas la negación, había estado en el Manzano junto a Andrés, aquel viernes devino catástrofe; terminé ahogado de borracho, bajo una lluvia torrencial y tirado frente al encino en donde hoy, en un nicho, están las cenizas de quien alguna vez fue Francisco. Meses después, últimos días de octubre, estábamos en el hospital y yo me disponía a salir una vez más al rancho, ya que prepararía un mole de guajolote; antes de partir, mi padre se encontraba en el sillón y me había pedido que le sobara el pecho, aquél momento fue que por primera vez pude palpar uno de sus tumores, el cual, se ubicaba entre sus dos pectorales; era una protuberancia parecida a un chipote, aquella textura me sorprendió bastante aunque en aquél momento no dije nada.

Han pasado ya cuatro años desde la última vez que vi a Francisco. De nuevo el nombre. Una de las herencias que me dejó fue el gusto por la barbacoa. Desde que yo era muy chico, recuerdo que cada 12 de diciembre él preparaba tres borregos en horno de tierra, aunque nunca participé directamente, siempre lo acompañaba un día antes y observaba la manera en que se preparaba aquél ritual culinario: en una olla de metal, en la que se concentrará el consomé, se coloca el garbanzo, la zanahoria, los chiles,  la cebolla y el ajo; arriba una canastilla en la que una vez tostadas las pencas de maguey, se entretejen para así cubrir la carne, la cual, se debe de acomodar empezando con las  piezas mas gruesas para finalizar con las más delgadas, es decir, primero van las piernas, después el cuello, la espaldilla y los brazuelos para terminar con los costillares. Cubierta la carne con las pencas, se introduce a un hoyo en la tierra que, con madera de encino, ha estado calentándose por más de dos días. Pasando catorce horas se desentierra y sucede el milagro.

Marzo del 2024. Una vez más el ritual, el cual, desde la muerte del padre, no es la primera vez que lo realizo y siempre me siento un poco como Boriska, quien es el hijo del fundidor de campanas en “Andréi Rubliov”, uno de los largometrajes de Andréi Tarkovski. Esta vez acompañado por Genevieve, llegué al Manzano el miércoles 27 para empezar los preparativos. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, me dirigí junto con Mateo y Miguel al corral para sacar al borrego y llevarlo al lugar donde solemos sacrificarlo. Lo pusimos patas arriba, se las amarramos y procedemos a degollarlo, la sangre brota sobre una cazuela de hierro fundido para después sazonarla con hierbabuena, cebolla, sal y ajo para así transformarla en moronga. Colgamos el cadáver para desollarlo, poco a poco la carne se va develando, la salamos y al lado colgamos los pulmones, el corazón y la cabeza. Son las 10:00 de la mañana, llega la señora Marta para llevarse la panza al río y lavarla. Mientras la carne se seca al sol, prendemos el horno para empezar a calentarlo. ¿Cómo saber que ha llegado a su temperatura ideal? Cuando los diablitos, que son las pequeñas chispas que brotan de los leños, empiezan a pegarse al ladrillo. Pasan las horas y seguimos echando leños. Dan las seis de la tarde, destazamos el cadáver y lo desplegamos en la mesa de la cocina; el olor a borrego impregna la casa.

Viernes 28, día santo. Dan las siete de la mañana y salgo para revisar como va el horno, para ese momento ya empezaban a hacerse brasas ¡Más leños! Observo los tonos naranjas y azules del fuego, Genevieve me abraza y la beso. Pasan las horas, llega la tarde y empezamos a asar las pencas, lo que además de dar sabor a la carne también las suaviza para poder tejerlas de mejor manera. Ocho de la noche. Preparamos la olla, la canastilla, la carne y las pencas. Reviso el horno y los diablitos empiezan su danza. Ha sido una larga jornada, Genevieve, agotada, decide irse a dormir. Quedamos Miguel, Mateo y yo. La carne debe de cocinarse a fuego lento durante catorce horas y decidimos esperar a que se consuman los últimos leños. Durante la espera, cargamos una carretilla de barro que es con lo que cubriremos el horno; nos dan las 11:30 de la noche, introducimos la carne, colocamos la tapa de metal y descargamos el barro, lo mojamos y apisonamos para asegurar que quede hermético. Para celebrar la jornada realizada, tomamos una cerveza, bostezamos y cada quien se va a dormir. Caigo rendido en la cama, de pronto, siento mi cuerpo inmovilizado; transmuto, me sueño en mi cuerpo, pero con el cáncer de mi padre, es un sueño muy lúcido, siento el tumor que le brotó en el pecho; me levanto tranquilo, porque en ese morir es que estoy renaciendo.

Créditos de la imagen: Colección del autor.

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