LXIII Edición: Temporada de lluvias

La cruz con un ojo

A un lado estaba una moneda de cinco pesos, dentro de un jarrito con semillas de frijol, y un listón que colgaba hasta la base de la cruz. Al pie, como ofrenda, habían colocado la mandíbula inferior de un caballo dentro de un montón de piedras y una cazuela de barro con los restos de ceniza de la fogata. Tal vez querían sacrificar a un niño, pero como eso no era ya actividad propia de estos días, sólo fue el maxilar del caballo o –tal vez— de una vaca. En una de ésas era de plástico y la vista me engañó, pero se veían los dientes bien formados. Parecía verídico y uno se sentía en tierra sacra. El paisaje no era virgen. En el otro cerro, hacia el norte, había antenas y una estación alpina, pero ése era fácil de ignorar, sólo había que darles la espalda. Lo importante estaba al frente, hacia el este, un volcán de seis cráteres que, si se unían en una línea recta, se dirigían desde la cima hasta el centro de la Tierra. En esas montañas sí que estaba uno ante la inclemencia del tiempo y bajo los dolores de la lluvia. Si el viento es traicionero, ya quiero ver a cualquiera bajar del cerro con la corriente en contra, el calzado roto y las manos congeladas. Dolor sí hay y en todas partes. Aunque al caballo le ha de haber dolido más, sólo vi su maxilar inferior, vaya uno a saber en cuántas partes le destrozaron la cabeza. Además, ¿dejar los huesos con frijoles? Al menos con una paca de avena. Si le iban a colocar un altar, hubiesen puesto uno para el que sí regresaría desde el otro mundo, pero no, querían su sangre, su sacrificio inútil. Le iban a pedir vida al volcán, tenían que dar una a cambio. La historia de siempre. Qué el dolor lo ponga otro y que el que prenda la vela y se ponga a rezar arriba del cerro vea el paisaje, coma hasta saciarse y beba fresco. Se la pasa uno bien en la cima, se puede quedar dormido allá arriba con o sin psilocibina. No se necesita demasiada distorsión de la realidad. El camino cerro abajo es de arena y ceniza, en un trance psicodélico, uno sólo se hace bolita y se desplaza rodando hasta llegar al sendero para que alguien más lo encuentre deshidratado al día siguiente. Cerros hay muchos, pero no en cualquiera nos toleran colocar una cruz con un ojo y salir de ahí diciendo que tanto la madera como el tejido es orgánico y que adoramos con nuestra ofrenda a la Tierra. No hay montaña que no se vea mejor con algo en su cima: un listón, una vasija, una cruz, un sacrificio. Mientras esté bien colocado el madero y no se caiga con las lluvias… Por eso algunos dicen que lo único que sobrevive en las alturas son los objetos voladores no identificados. Al fin que no siempre están y no cualquiera los puede ver. A lo mejor sólo se aparecen en los momentos de los sacrificios. Uno mata al caballo pidiendo lluvia y lo que consigue es que un ovni lo abduzca. Ten cuidado con lo que pides y a quién, claro. Si el volcán anda dormido –y no escucha la plegaria— hay una probabilidad de que el que sí esté buscando señales de vida inteligente en las alturas del mundo, o desde el espacio, confunda nuestra ofrenda en la cima del cerro con un código lingüístico. Más vale tener una ruta de escape, huir antes de averiguar las intenciones profundas que se gestan en el exterior del planeta. Además, la mayoría de lo que se deja en la ofrenda son productos inservibles al pie de la montaña. Los frijoles ya están duros, los juguetes rotos, le cortan la cabeza a las muñecas y las suelas de los zapatos están perforadas. Tal vez la moneda de cinco pesos podrá tener una segunda oportunidad, pero falta motivación para hacer más atractivo meter la mano en la tierra y sacarla. Un billete de 500 pesos no dejaría lugar a dudas. La conexión con el cosmos y lo sobrenatural tiene su dolor. Perder cinco pesos, cualquiera; 500, sólo los mártires. La verdad sí estaba la tentación de llevarse algo del altar, aunque el ojo de la cruz intimidaba. Uno se siente vigilado, pero ni que fuera a llorar la madera, desde lejos se veía claramente que era de plástico, aunque uno no puede asegurar nada hasta que no lo toma con sus propias manos y muerde la materia de la que está hecha. Bueno, entre los no expertos, ahí muere. No es para tanto la curiosidad y cinco pesos no son útiles en ningún lugar a 20 kilómetros a la redonda. Que se quedara mejor así el altar y que el viento se lo lleve, o lo entierre entre las piedras. A lo mejor si nos está cuidando de los males sobrenaturales y esa cruz, con su ojo sin párpado, está dando la lucha por la humanidad. Por si acaso, hay que tomar un trapito y limpiarle la córnea translúcida para que el polvo no nuble su vista. Hay que facilitarle la batalla al mejor y más valiente de nuestros guerreros. Y antes andaba uno con que todavía pensaba en robarse los granos de arroz y desacomodarle la mandíbula del caballo que da su fuerza a la cruz. Con un letrero bien escrito nadie la molestaría, un simple –ora por mí que no tengo párpado y no puedo quedarme dormido—. Estuvo fuerte su dolor como para después traicionarlo. Está bien que de Judas esté lleno este Reino, pero por unos granos de frijol no vamos a desatar una guerra con las dimensiones paranormales. Una etnografía objetiva diría que en el pasado sí sacrificaban objetos más útiles o algunos infantes, hoy sólo un pedazo de caballo que nadie conoce. Dolores ajenos, cegueras generales. Frente a nosotros –al menos— nadie molestará a la cruz, ya veremos en los días siguientes desde donde le llegan las traiciones. En el plano sagrado o en el terrenal, ¿a quién no le han sido infiel? Los dolores son para los mártires que se quedan en la cruz por sus ideales y para los ojos que les pegan. El adolorido no marcha, ni anda citando esas frases provocadoras en las protestas. Ya no necesita los pies, no come más, ni necesita zapatos. Sus mandíbulas se quedan como la del caballo, con su semblante al morir marcado, traicionado. Alguien más tomará su ojo, lo colocará en una cruz y dirá –murió por nosotros—.

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