LXIII Edición: Temporada de lluvias

El aroma de la muerte

El olor a putrefacción que impregnaba la atmósfera me robó el sueño; incapaz de dormir, tuve que levantarme de la cama para simular que el aroma de la muerte no retrasaba mis pasos, el hálito de la descomposición del alma que abandona su forma. La tragedia que tuvo lugar destruyó todo a su paso. Sabía que existían cadáveres bajo las ruinas, pero todos allí, incluyéndome, pretendíamos que la vida continuaba sobre las migajas que dejó el huracán. Fui testigo del momento, víctima del terror, vi cómo la catástrofe llegó a nuestra villa para robarnos la fe. Mi refugio continuaba en pie y mis ansias de permanecer me impidieron claudicar.
Las grietas en las paredes casi tocaban el suelo, la lluvia que filtraba por el tejado inundaba la casa. Poco a poco el moho y la humedad colonizaron los rincones de mi habitación hasta que la angustia logró robarme el sueño. La amalgama de aromas desagradables se había hecho una conmigo. Puse soportes a todas las paredes, trozos de madera sosteniendo la construcción, como si un pedazo de palo pudiese contener todo el peso del muro. Empecé a envidiar la suerte de quienes perdieron todo y en medio de la tragedia se encontraron en libertad. Yo, en cambio, al haber conservado aquello que amaba me encontraba cautiva. Ya no era vida intentar preservar un lugar tan deprimente; me faltaban las fuerzas, no se trataba de voluntad, se había agotado mi fuente de energía.
Al principio quise creer la historia que me repetía sin cesar para hallar consuelo. Estaba haciendo todo lo que estaba a mi alcance; Pero no, la verdad no era ésa y no podía disfrazarla de doncella si lucía como bruja. No podía perfumarla con aroma a flores si olía a muerte. Por la ventana, furiosa, veía a los otros sonreír por la fortuna de no cargar a cuestas el peso de dejar derrumbar algo que tenía cimientos. Ellos disfrutaban sus pérdidas y yo sufría lo que había permanecido. Me tendí en el suelo, en la alfombra verdosa y aguada que construyó el musgo en mi baldosa, esperando cerrar los ojos y no despertar más.
Fui consciente del amanecer por la luz del sol que entraba a través de mi ventana. Ese olor inconfundible seguía en el lugar, sin embargo, algo había cambiado. Aún no abría mis ojos, pero sentía la textura del lugar sobre el que estaba tendida. Era una superficie blanda y cálida. Los rayos matutinos dilataron mis pupilas, con dificultad pude reconocer que estaba en mi cama, mi habitación, ¡Se había acabado la pesadilla! Di gracias por poder regresar a mi cómoda realidad; aún me sentía confundida, pues pese a no estar soñando, el aroma permanecía. Provenía de mi almohada, justo donde descansan mis sueños y temores cuando en la noche me despojo de mi cuerpo para viajar a otra realidad. En la funda, antes inmaculada, había trozos de lama verde, gotas secas de lágrimas y unas cuantas manchas de sangre. La recreación de la catástrofe era metafórica, pero la destrucción y podredumbre eran reales. Al igual que en aquel sueño, decidí dejar de resistir, aceptar la muerte, dejar caer el muro, sacar los cadáveres debajo de las ruinas, soltar el peso, viajar liviana, tenderme de nuevo en el suelo para aceptar mi rendición. Dejé que todo se derrumbara, quité la funda de la almohada, la arrojé a la basura, saqué la suciedad de mi habitación y me dispuse a reiniciar mi vida.

*Créditos de la imagen: Pxhere, https://pxhere.com/en/photo/971019

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