LXIII Edición: Temporada de lluvias

Los pies de Yamila

Alberto Arecchi*
(Italia)
Mención honorífica en el V Concurso
“Aplicaciones del amor”

Ricardo era un joven arquitecto, de poco más de treinta años. Estaba saliendo de la historia más destructiva de su vida: un matrimonio fallido. Había decidido comenzar a cooperar en el extranjero y había ido a enseñar en la Universidad de Argel. Moraba en un apartamento bastante grande para su vida como soltero. Lo había amueblado parcialmente, de una manera muy apresurada: algunos muebles en la cocina, para las comidas rápidas de cuando no quería salir, y en el dormitorio un colchón, descansando directamente en el suelo. Dormir en el suelo le ofrecía una perspectiva particular de la habitación: todo le parecía más grande, más alto.

Sus amigos le propusieron una criada para limpiar la casa, una mujer de confianza que se hacía llamar Yamila (hermosa). La mujer iba a la casa de Ricardo dos mañanas a la semana. En algunos de esos días, él no tenía compromisos y se quedaba en casa. Ella lo encontraba todavía en la cama. En la calle, Yamila andaba completamente cubierta por un velo blanco, cómo es habitual en los distritos de Argel, y con el “hocico” (haik) en la cara. Entraba en la habitación y se deshacía de ese “abrigo” para ponerse cómoda y cumplir con las tareas domésticas, con un vestido ligero, colorido, hasta las rodillas, y con zapatillas cómodas, o más a menudo descalza. Cuando Ricardo estaba en la cama, el sonido de la llave en la cerradura lo despertaba, y luego vía los pies poderosos y autoritarios, pasando repetidas veces a la altura de sus ojos, primero con zapatos de tacón alto y luego con las zapatillas más cómodas. Sus ojos permanecían capturados, no podía separar la mirada de los majestuosos pies de Yamila.

Una mañana, Ricardo se había quedado en la cama. No tenía ganas de salir ni levantarse. Yamila entró por las ocho de la mañana, lo saludó y pasó frente a él, los pies orgullosos bajo el velo, con zuecos de tacón alto. Ricardo extendió las manos y le acarició el pie. La mujer tuvo por un momento la reacción instintiva de retirarse, pero se detuvo, con una emoción de triunfo. En realidad, era mismo lo que estaba esperando. Le devolvió el pie, sacándolo del zueco de madera. Con dulzura, el hombre comenzó a acariciar su tobillo y luego descendió bajo su talón. Ella se prestó, levantó un poco el pie y el zapato comenzó a resbalar. Ante esta respuesta, Ricardo se volvió más valiente: le quitó el zapato, acercó la boca y comenzó a besarle los dedos de los pies, uno tras otro. Siempre le habían gustado esos dedos afilados con las uñas largas, ligeramente enganchadas, que le recordaban las garras de una fiera. Yamila las coloreaba con un esmalte muy oscuro, tendiendo a la púrpura, a veces negro. Chupó el dedo gordo suavemente, luego se comprometió a lamer los otros dedos e intersticios. Estaban ligeramente polvorientos, los pies de Yamila: había caminado por la calle. Sin embargo, su sabor era dulce, era el sabor de la pomada a base de mirra y del incienso con el que perfumaba la casa y su cuerpo. Bajo los ungüentos y los aromas, Ricardo percibía el sabor ligeramente salado del sudor, lo que le ofreció una sensación prohibida de intimidad. Se aferró a los tobillos de la mujer y comenzó a adorar sus pies, con total devoción, uno tras otro. Al hacer esto, se había movido de una manera descompuesta en la cama y su excitación ahora aparecía inequívocamente a Yamila, quien entendió que él estaba totalmente en su poder. Logró hábilmente quitar el velo, sin extraer el pie derecho del abrazo del joven, y luego le ordenó bruscamente, con un gesto imperioso: “¿y el otro? ¡Bésame el otro pie!” Luego pasó a otras órdenes: “¡Lame debajo de la planta!” “¿Y el talón? ¡Besa el talón!” “¡Bien! Pasa la lengua entre los dedos, ¡quiero ser bañada con tu saliva!”

Ricardo obedeció y se entregó por completo a un éxtasis fetichista que aún no conocía. Sólo podía pensar: “¿Por qué nunca he hecho esto antes?” Su lengua se secó, tomó un respiro, humildemente levantó sus ojos para mirar a la mujer, tragando para calmar la emoción y comenzó de nuevo, como un perro fiel. Yamila comenzó a pisotearlo en cada parte de su cuerpo, al principio con tierna dulzura, luego de una manera cada vez más autoritaria, haciéndole perder el aliento y toda restricción. El joven le adoraba pies, talones y tobillos con sus besos, subiendo hacia las piernas de su reina, sin permitirse exigir cualquier favor sexual. Ella lo pisoteaba. Lo trataba ahora con rigor, ahora con ternura, como un perrito. Ricardo finalmente se había revelado, ofreciéndose a su ama. Un nuevo vínculo comenzó para él, un camino de sumisión a una mujer fuerte y autoritaria.

A partir de ese momento, Yamila se aseguró de presentarse en la casa del joven sólo cuando estaba segura de encontrarlo. A Ricardo se le ordenó que se preparara detrás de la puerta, de rodillas, listo para lamer los pies de su ama tan pronto como ella entrara. Ella lo pisoteaba: la cara, el cuello, todo el cuerpo. Después de estas premisas, ella procedía a la limpieza de la casa, usándolo como un ayudante, un trapo para limpiar los pisos, un paño para limpiar el sudor, una estera para limpiarle los pies, durante el trabajo. La emoción de Ricardo alcanzaba alturas extremas, que ni siquiera habría imaginado, antes de conocer a su señora. 

Un día, Yamila comenzó a azotarle con fuerza las nalgas, usando el cinturón de cuero de sus pantalones. En cada golpe, el joven tuvo que levantar la boca del cuerpo de la niña para decir en voz alta: “¡Saha, Mwallima! ¡Gracias, Ama!”. El grito le permitió soportar el dolor causado por los golpes que de otro modo lo hubieran hecho llorar. Mordíase los labios y volvía a aplicarse a la adoración del cuerpo de la mujer. Al final del tratamiento, las nalgas estaban doloridas, ardientes como si salieran de un horno, cubiertas por largas tiras de color púrpura. Sólo entonces, la mujer tomó de una bolsa lo necesario para aplicar henna: el polvo de las hojas para colorear y un limón, para obtener una pasta con agua tibia. Ricardo tuvo que acostarse en las rodillas de Yamila, ofreciendo sus nalgas desnudas, rojas y calientes, y la mujer procedió a decorar las nalgas con el tinte, escribiendo en árabe unas frases de burla y sumisión. La masa húmeda ofreció un poco de alivio de la quema de los golpes recibidos. En este punto, el cuerpo del joven estaba pintado de tal manera que se habría avergonzado de mostrarse desnudo a quienquiera, hasta que el tinte se hubiera desvanecido… y precisaba mucho tiempo. Durante varias semanas, Ricardo sintió fuerte vergüenza cada vez que iba a la universidad, porque se sentía punzadas de dolor cada vez que se sentaba, pero aun más porque sabía lo que era inscrito en él y era poseído por la sensación que todo el mundo estuviese mirando a él, percibiendo el significado, cómo leyendo a través de la ropa. Fue una suerte que aun no lo hubieran decorado en los brazos, cuello ni manos, como las mujeres locales se decoran a sí mismas. Cualquier rastro de henna en esas partes del cuerpo definitivamente lo marcaría a los ojos de todos como un hombre afeminado y pasivo. Estaba avergonzado delante de todos, como si pudieran leer la escritura que llevaba pintada en la cola, sino también porque pensaba que su comportamiento se había alterado y podría permitir a cualquier persona para percibir los cambios que se estaban implementando en su vida personal. Ricardo adquiría actitudes que se reflejaban en sus relaciones con las mujeres, incluso en el trabajo o en cualquier otro lugar: en la calle, en el restaurante, con las empleadas de la tienda de comestibles. Sus gestos estaban cambiando, de una manera transparente. No se mostraba “femenino”, sino que se comportaba de una manera cada vez más humilde, sumisa, muy disponible para todos los caprichos de las mujeres.

Han pasado muchos años, Ricardo ahora está jubilado y ha vuelto a vivir en su casa en Europa. En su carrera, ha viajado por varios países, en una vida errante, conoció a otras mujeres, otras compañeras, otras amas… 

Hoy, anoche, piensa en Yamila, preguntándose dónde podrá estar ahora su antigua empleada, su ama de Argelia, la iniciadora al arte y los gozos de la sumisión. La idea lo llena de nostalgia, en una noche de invierno. Parécele ver más una vez ante sus ojos los pies orgullosos decorados con henna, las uñas largas de color púrpura o a veces negro intenso. Se da cuenta de que ha abierto la boca y extendido la lengua, en un reflejo condicionado, emocionado por el recuerdo, mientras la televisión transmite las noticias del día.

*Alberto Arecchi (1947) es un arquitecto italiano, mora en la ciudad de Pavía. Tiene larga experiencia de proyectos de cooperación para el desarrollo en varios paises africanos. Es presidente de la Asociación Cultural Liutprand, de Pavía (internet: https://www.liutprand.it). Escribe cuentos breves y poemas en diversos diferentes idiomas (italiano, español, portugués, francés), con reconocimientos en concursos literarios en Italia, España, América Latina.

1 comment

  • Ricardo Rivera escribió

    Exelente cuento lleno de fetichismo, le da una ambientación más interesante en una cultura diferente, también he escrito relatos así, algún día los compartiré .

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