LXIII Edición: Temporada de lluvias

Altar de muertos

Es de noche y el susurro de la abuela me despierta de mi sueño infantil. Está rezando frente a la “mesita de los santos”, una vieja mesa de madera cubierta con un mantel de flores grandes, bien planchado con almidón. Dos jarroncitos con flores a cada lado de la mesa lo adornan. Cada domingo, la abuela llega con un ramo diferente de flores: claveles, margaritas, nardos blancos o gladiolas rojas. A los santos no los deja sin flores, ni veladora al centro.

Ella reza de pie frente a un amplio repertorio de imágenes de santos y de vírgenes del catálogo católico. Ahí está, el Cristo rey y la Guadalupana en tamaño correspondiente a su investidura, las dos imágenes más grandes de ese altar. Luego la Virgen del Refugio y San José y otros más cuyos nombres desconozco. Me llama la atención una imagen pequeña, corroída por el paso del tiempo, San Sebastián Mártir. Es un hombre atado a un madero y atravesado por flechas en distintas partes de su cuerpo. Me da miedo verlo por su rostro desencajado y por su cuerpo sangrante.

Esa imagen la trajo consigo mi abuela al dejar su pueblo en la mixteca oaxaqueña. Es la única raíz que le queda de esa tierra. Es su eterno acompañante e intercesor. Cuando tiene un problema difícil, ella lo invoca con profundos suspiros: “Ay, San Sebastiancito lindo, ¡ayúdame!”.

En muertos”, como ella dice, o sea, en las conmemoraciones de los fieles difuntos, ese altar se transforma en un espectáculo colorido de olores y sabores. La abuela pone especial esmero en el arreglo del altar para estos días porque afirma que los seres queridos regresan del otro mundo a visitarla. La mesa, con mantel blanquísimo, pasa del dormitorio al cuarto principal. Se tiende enfrente de ella un petate en el piso para hacerla a dos niveles.  

Es impresionante la cantidad de flores de cempasúchil en floreros y también en cadenitas alrededor de la mesa y en la orilla del petate. Decenas de veladoras en vasos de vidrio y ceras altas llenan de luz este espacio sagrado. El pan recién horneado, para la ocasión, huele a manteca, anís y huevo. Las figuras tradicionales de “huesitos” y en forma de “muertito” son las propias de esta celebración. Fruta en gran cantidad, plátanos verdes y rojos, como los del pueblo; olorosas guayabas con centro rosado; naranjas; limas; tejocotes; jícamas y cañas. Los platos fuertes: mole oaxaqueño con guajolote, tortillas,  arroz rojo; tamales, calabaza de castilla y camote morado con piloncillo. Agua para la sed y un platito con sal.

Mi abuela no tiene ninguna fotografía de sus parientes, así que en el lugar central del altar están las imágenes de los santos y las vírgenes. Para recordar a los suyos, pone calaveritas de azúcar con el nombre de los finados y papel picado de colores con figuras de calacas.

El primero de noviembre ese altar es una tentación para mis primas y para mí. Las viandas para “los angelitos”, o sea los difuntos infantes, son apetitosas: arroz con leche; tejocotes en dulce; panecillos; dulces en distintas variedades. No hay manera de resistirse y se dan hurtos continuos a la ofrenda  por los cuales mi abuela reclama y lanza amenazas sobre el enojo de los finados por los robos sacrílegos.

El dos de noviembre es el día más solemne. Desde muy temprano, la abuela lava el patio y coloca pétalos de flores de cempasúchil en una veredita que va del zaguán al centro del altar. No se puede pisar porque es el camino que seguirán los muertos mayores. Al medio día enciende el sahumerio donde se quema copal e incienso, esas dos resinas de olor intenso que se han usado durante cientos de años para perfumar los espacios reservados a la divinidad.

La abuela sale con el sahumerio encendido al zaguán de la casa a darle la bienvenida solemne a los parientes idos: “¡Bienvenido papacito, bienvenida mamacita!” y avanza lentamente hasta el altar. Coloca el sahumerio en el piso e invita cordialmente a las visitas: “coman, papacitos, por favor, coman lo que ustedes gustan”.

El espacio se llena de una mezcla de aromas intensos, de flores de copal, de incienso, de frutas, de comida. Miro con asombro a mi abuela y me pregunto dónde están los padres a los que llama a comer y con quienes platica. Quisiera verlos como ella.

Muchos años después, el altar para mis muertos es muy distinto al de mi abuela, nunca podrá ser como el que ella ponía. No obstante, el espacio reservado para mi padre, mis abuelas y demás seres amados que han trascendido es un lugar sagrado. Tienen una mesita en mi casa y un lugar especial en mi corazón. Ellos y ellas están ahora en lo alto, en el lugar de la divinidad, son mi guía y luz en el camino.

Créditos de la imagen: Pixabay, dat7, https://pixabay.com/photos/el-dia-de-los-muertos-day-of-the-dead-234239/

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