La justicia del odio

Texto finalista en el IV Concurso “Muerte y naturaleza” de La idea lista
(2021)

No es una historia más de aparecidos, esto me lo contó la muerte la noche del 1° de noviembre día de los muertos que fui al  cementerio a encender una vela por mis ancestros. Sentada estaba a la orilla de una olvidada tumba, me dijo: amigo poeta, conozco tu pluma, demando que escribas esta historia, es una de las tantas que he tenido que apadrinar; me apuntó con su escuálido dedo índice, sonrió con la sorna que le encanta y apoyada en su guadaña, empezó su relato: La gran hacienda “La bonita” propiedad del viejo Pedro Ríos estaba a la orilla de la hermosa montaña que tutelaba su vasta extensión de potreros con ganado, con riachuelos que bajaban desde la verde sierra y los hermosos cafetales en flor  eran el orgullo de la región andina.

Pedro, hombre de gran faena que a sus 70 años le entregó su corazón a Isabel López, joven que tenía el aroma del azahar, el clavel en los labios, la belleza del girasol, la dulzura del alba y la pasión del amor en su cuerpo. La conoció una tarde en tiempo de cosecha en la botica del pueblo donde trabajaba; el viejo le ofreció su corazón entre cantos de montaña al amparo de su hacienda, y así, al tiempo del verano siguiente la desposó en la iglesia del pueblo.

Isabel juró que lo amaba, lo envolvió en la magia de su alcoba y Pedro saboreó la libido dormida de sus pretéritos años. Lo vi cantar, sonreír, amar al crepúsculo y soñar en el ocaso, le hablaba al viento montañés y a su ganado le recitaba sonetos aprendidos en la escuela de sus años mozos. El viejo estaba enamorado.

Tobías Rivera, hombre del pueblo con 25 abriles en su espalda, era jugador de dados al recio sabor del aguardiente, apostador en palenques, bohemio empedernido con fiel guitarra cantaba amores falsos en todos los balcones. Era novio y amante de Isabel desde que ella apuntó sus 15 primaveras de mujer bonita. Los amantes seguían sus desvelos de amor en la casa vieja no muy lejos de la casona que estaba medio oculta y rodeada de palmas de cera que oteaban el horizonte.

Cada vez que Pedro montaba su yegua alazana y galopaba al pueblo a la feria ganadera de cada domingo, Isabel y Tobías hacían un solo cuerpo; vivían su amor desde distintos extremos del tiempo y del destino, una pasión tan fuerte, de esas pasiones voluptuosas que al primer error se convierten en tragedia. Allí los vi, la casa vieja con techo de palma amarga abrazó sus amores jóvenes al arrullo de la paloma torcaz, que desde su nido fue testigo fiel de la traición.

Tú florecerás como las flores abren sus pétalos recién mojados por la lluvia de abril – decía Tobías al oído de Isabel – y ella entregaba su alma como se ofrece el amanecer a la caricia del sol. El solaz de esos amores clandestinos era el rezo de las palmeras que escondían la casa vieja convertida en edén.

Pedro, por comentario de Hortensia –cocinera de la hacienda – se enteró de las salidas furtivas de la patrona, y así, simuló una vaqueada de varios días, alistó su bagaje, aperó la yegua, besó a su hermosa dama y enrumbó al norte por la huella veredal. Se ocultó esa noche al margen del camino, machete en mano dispuesto a matar al desventurado que le robaba el corazón y la dicha.

Era esa noche de luna en menguante con luciérnagas perdidas, noche de grillos tenores en ópera olvidada, de búhos de aquelarre y se oían lejanos ladridos de perros vagabundos; Tobías Rivera, al ronco clamor de las 12 campanadas templó las cuerdas de su guitarra celestina y montado en su caballo rucio, tomó la senda que del pueblo lleva a la hacienda “La bonita” para embelesar de pasión en canciones a su ardiente patrona; llevaba medio trecho andado, se encontró en el camino con cuatro personas que cargaban un ataúd y otras atrás con velas encendidas: ¿Quién es el muerto? – preguntó a los dolientes – es Tobías Rivera que lo acaban de matar, siguió el cortejo hacia el pueblo y Tobías  asustado por la respuesta que le dieron las ánimas solas apretó espuelas al ijar del rucio hacia la hacienda; más adelante volvió a encontrar la misteriosa procesión del muerto que llevaban cuatro peones y otros con velas encendidas cantaban rezos lerdos: ¿Quién es el difunto? – preguntó Rivera a los cargadores –  es Tobías Rivera que lo mataron a machetazos; así mismo volteó grupa a su caballo y a galope tendido volvió al pueblo llevando sin saber la desgracia al anca de su montura.

En la cantina “El sabor” que a esa hora estaba abierta con dos borrachos que ahogaba en las copas un destino que nunca existió, se apuró un aguardiente doble y parado en la puerta vio llegar al viejo Pedro Ríos con el machete en el mano pintado de sangre y sin haberlo visto pasó de largo gritando: Maté a Tobías Rivera el “mozo” de mi mujer y que el diablo lo reciba en el infierno; así lo vi llegar hasta la plaza del pueblo y el isócrono de sus pasos arrastrando el machete hicieron eco con el dulce placer de la venganza compañera de la traición.

Ahora después de tantos años, Tobías Rivera sigue cabalgando hasta la casa vieja del palmar sin saber que el infortunio aprendió a rezar entre las paredes de la casucha en ruinas, y se escucha de los amantes la risa alcahueta de sus amores clandestinos, y en el ocaso de Luna en menguante solloza el destino sobre el dolor de dos lágrimas que asoman al camino huyendo de la justicia del odio.

Ahora poeta, escriba que Tobías Rivera estará por mucho tiempo vivo sin estarlo  y su guitarra compañera de amores malditos cantará lastimera en cada recodo de los caminos, y en  la hacienda “La bonita” se oirá por siempre mi sonora carcajada que arrastra el viento de la montaña acompañando el delirio de los amantes en la vieja casa abandonada y rodeada de esbeltas palmas de cera.

¿Qué fue de Isabel?  – pregunté a la eterna dama vestida de negro – Ah…tiene cien años, es un recuerdo vestido de luto  allá en la casona de la hacienda y gime llamando en las noches al fantasma de su amante que nunca llegó a la cita de amor; ¿qué pasó con Pedro Ríos? – Pregunté de nuevo a la muerte – de Pedro Ríos… Estoy sentada sobre su tumba y aún lo oigo gritar desde el averno: Maté a Tobías Rivera…

Salí corriendo del cementerio oyendo el ulular del búho y ya en la puerta oí que la muerte me gritaba: Bardo, cada minuto del reloj hiere, la última hora mata… No lo olvides, jajajajajaja… Huye poeta, yo andaré en tus poemas… jajajajajaja.

GLADIUS.

^{Crédito de la imagen: Pixabay, Traphitho, https://pixabay.com/photos/picture-valde-machete-field-2719243/}

Julio César Ardila Castro

Soy oriundo de San José de Suaita (Santander) me crié en el bello pueblo del Socorro (Santander), soy ex suboficial del ejército nacional y escribo poesía desde mis años de colegio; he participado en varias convocatorias de poesía y cuento en Colombia, Ecuador, Argentina. Mi amparo es cantar poesía desde la cumbre del volcán de mi musa con las nieves perpetuas de la inspiración. Vivo en Bogotá, tengo 68 años al menester de lo vivido en los años de la tranquilidad del sol de los venados. Mi mejor legado es el próximo año editar mi libro de poemas y cuentos, unos dirán en verso lo que mi alma siente y otros contarán lo que hice mal o bien.

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