LXIII Edición: Temporada de lluvias

La cena

Marcos Nuñez*
(La Plata, Argentina)
2do lugar
IV Concurso de La idea lista
“Muerte y naturaleza”

La compañía de Elisa y Francisco me parecía más agradable cuando estaba Irene, mi esposa. Desde que murió descubrí que las horas en compañía de ellos eran un abismo hacia el tedio y la abulia. Quizás, la presencia de Irene, que lo eclipsaba todo, había absorbido la intrascendencia de ese matrimonio que estaba en nuestras vidas desde hacía tanto tiempo. Ahora, sin ella, advertía lo poco que me interesaron las conversaciones sosas de la última vez que me invitaron a cenar, que fueron de la variedad de orquídeas que habían conseguido en la feria el fin de semana hasta el nuevo color que le darían a los muros exteriores de la casa el verano próximo.

Irene murió en septiembre y hacia diciembre habíamos cenado unas tres o cuatro veces, no tanto por la comunión de voluntades sino más bien por la fuerza de la costumbre. Cuando les dije que pasaría fin de año con un viejo amigo se sorprendieron porque jamás habían oído hablar de él; lo cierto es que había inventado esa mentira para evitarlos. No obstante, quedamos en que cenaríamos para despedir el año la noche del veintinueve.

Acordamos en que volvería a casa de ellos. En la mía todavía no había conseguido acomodar el desorden circundante tras la muerte de Irene; sobre todo el cuarto donde cosía y confeccionaba sus moldes era un verdadero lío. Si lo hubieran visto, Elisa y Francisco habrían querido intervenir, poner en orden esa y el resto de las habitaciones de la casa. Pero mis evasivas los habían mantenido a raya.

Pasadas las ocho del veintinueve estacioné el auto frente a la casa del matrimonio; antes de bajar tomé la botella de vino que había comprado. Miré la fachada y estuve de acuerdo en que debían pintarla el próximo verano. Me recibió Francisco con un apretón de manos desganado, a los que me tenía acostumbrado. Quizás sus dedos delgados se escurrían de mí mano como lombrices producto de su indolente trabajo contando billetes en el banco más antiguo de la ciudad. Sea como fuere, él era más frío que Elisa, que siempre me besaba en la mejilla cálidamente y se entregaba a un breve abrazo, y a veces, incluso, me daba algunas palmadas en la espalda. No sabría decir si eran un matrimonio feliz, pero al menos en apariencia, eran el complemento perfecto.

Cuando el vino se acabó, Francisco fue por otra botella. Le dije a Elisa que la lasaña estaba exquisita y ella dijo que podría llevarme una porción porque había hecho cantidad. Luego me preguntó que qué haría con todas las cosas de Irene, la seda, los hilos y el montón de telas. Le dije que junto con las máquinas vendería todo, o lo regalaría, todavía no lo había decidido. Dijo que estaba bien lo que decidiera. Le dije que claro, que cómo no iba a estarlo. Al poco Francisco hizo su entrada con la botella de vino y bebimos. El resto de la noche transcurrió prácticamente en silencio, y no me dejó ningún recuerdo.

Camino a casa me detuve en una estación de servicio y compré un café que estaba frío y amargo. Revisé un aparador con revistas y también compré una. Como muchas veces, retrasaba el momento de llegar a la casa y encontrarla vacía. Luego, en el auto, pensé en Irene y en que ella estaría de acuerdo con que regalara sus cosas, es decir, las cosas que alguna vez le habían pertenecido y que ahora eran de nadie. Ese pensamiento hizo que me fuera a la cama como sedado y, por primera vez en los últimos cuatro meses, dormí de un tirón. Volví a abrir los ojos con el sol del nuevo día y la cama no me pareció inabarcable como las mañanas anteriores.

La jornada discurrió en un largo intento por clasificar todo el material que había dejado Irene. Coloqué en bolsas las piezas terminadas y también los retazos informes; luego llegó el turno de los géneros más delicados, que indiscriminadamente reuní en un viejo baúl de madera con herrajes orlados, el mismo que Irene usaba para guardar sus piezas más logradas. Quizás todavía conservaría un tiempo más esta colección, como un cofre lleno de tesoros.

Me dio algo que podría llamar pudor la idea de desvestir los maniquíes que había en el cuarto de costura así que dejé la tarea para lo último. Al final del día me sentí exhausto y preparé una cena ligera antes de caer rendido entre las sábanas. El último día del año amanecí en la misma posición que me había dormido; intenté retener un sueño en el que oía la voz de Irene, o eso creí recordar cuando desperté, pero fue en vano.

Hice las compras temprano, antes que el mercado se atestara de rezagados, y cociné salmón, un plato que sin dudas hubiera complacido a Irene. Corté ajíes y cebolla morada y le agregué azúcar, tal como lo hubiera hecho Irene. Cuando estuvo cocido apagué el fuego, me serví una copa de vino blanco y deambulé por la casa, como buscándola. El cuarto de costura, a no ser por los maniquíes, estaba desolado. Decidí trasladar las figuras a la sala de estar; las acomodé alrededor de la mesa y, cuando creí haber terminado con un brusco movimiento le arranqué a una el dedo meñique. Fui por cinta y compuse la mano, noté que se le había saltado el esmalte en varios sitios. Entonces recordé el viejo neceser de Irene lleno de cosméticos; lo busqué en la habitación y pasé la siguiente hora maquillando la mano sin vida de la figura dormida.

Luego, algo extenuado, me di un baño y me vestí para la ocasión. Serví la comida y me quedé en silencio ante la mirada inmóvil de los muñecos de plástico. Con una copa de vino en la mano ausculté el rostro satinado de los maniquíes y busqué en sus caras las facciones de viejos conocidos, pero ninguno se me hacía familiar. Sólo frente a ellos, frente al mutismo de sus bocas artificiales, comprendí que escuchar las conversaciones de los otros era, también, evitar hablar de uno mismo. Cené con apetito.

No les di nombres sino hasta pasadas las once de la noche, cuando la comida de sus platos se había enfriado por completo. Luego les serví vino: llené una a una las copas y derramé un poco sobre el vestido de modal que llevaba puesto Amelia; me avergoncé pero no me disculpé, como tampoco me disculpé cuando en un intento por limpiarla le toqué el seno firme frente a la atenta mirada de Sergio, el monigote más incompleto de todos los que estaba allí: tenía las cuatro extremidades cercenadas y me había costado trabajo que quedara afirmado en su silla.

Faltaba poco para las doce cuando Sara, que vestía un fino cashmere, dejó rodar su cabeza por el piso. Vencido por su propio peso, el monigote entero terminó por desparramarse bajo la mesa. Antes de levantar los platos devolví los maniquíes al cuarto de costura; por la mañana me desharía de ellos. Desde afuera se coló el sonido de los primeros fuegos artificiales. Ya era primero de enero cuando vi el meñique debajo de una silla.

*Estudió periodismo en la UNLP, donde desde 2017 es profesor de escritura. Francamente -dice- le gusta más leer que escribir. Y sin embargo escribe. Reseñó libros para El Día y trabajó en el diario Hoy de La Plata, y publicó crónicas en medios como Brando, Clarín y Relatto.com. Recibió premios por los cuentos “Baltazar”, “El señuelo”, “Fotos viejas” y “Los monigotes”, y en 2021 publicó la novela Novedades de Katmandú. Nació en La Plata en 1988.

Créditos de la imagen: Still life: two glasses of red wine, a bottle of wine, a corkscrew and a plate of biscuits on a tray, Albrecht Anker

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