LXIII Edición: Temporada de lluvias

El perro blanco y los demonios

Sergio Daniel Rodríguez*
(Balcarce, Argentina)
3er lugar
IV Concurso de La idea lista
“Muerte y naturaleza”

La mañana estaba hermosa y Aguirre salió rengueando a tomar unos amargos como todos los días al paredón de la vereda, vendado en el pie y con restos de sangre. Levantó la vista y enfrente, imperturbable y con una oreja llena de sangre, estaba el perro blanco. No lo iba a atacar. La cosa era de noche y no por yerba. 

Se quedaron mirando como estatuas por un largo rato. Aguirre pensaba que era un demonio guerrero y que algo había de cierto en lo que soñó la otra noche, en la que el perro blanco se convertía en demonio y lo mataba. 

Lo que no sabía eran dos cosas. Que el perro no era un demonio y que en diez minutos él estaría muerto.

La noche anterior había estado particularmente fría y la neblina le daba un toque dramático. Como otros cientos de noches volvía a su casa, ya jubilado pero trabajando como asador. Viajaba preocupado. Es que lo que había soñado la noche anterior lo inquietaba, pero siguió pedaleando su vieja bicicleta mientras tomaba una fresca bocanada de neblina. 

Eran los años posteriores al 2001 y Aguirre era uno de los mejores asadores de nuestra ciudad. Lo conocí ya grande, tenía un gran humor y era especialmente solidario con los chicos del barrio donde vivía.  Era común verlo a las mañanas repartir en bolsitas la carne que sobraba de los asados entre los niños del barrio que comían carne salteado, otros directamente comían salteado. Eso lo hizo por décadas hasta el día que un demonio lo mató. 

Por aquellos años las cosas no andaban bien para la mayoría y una de las características era que las personas soltaban sus perros las 24 horas a la calle, para que se “la rebuscaran” con restos de comida. Aguirre volvía todas las noches de asado en su vieja bicicleta con su ropa de trabajo, camisa de mangas largas arremangadas, pullover al hombro, bombacha de campo sin medias y alpargatas blancas. 

Regresaba tarde por las noches, siempre inquieto, porque antes de llegar a casa había un problema; en realidad eran varios, pero uno en especial, el último, el perro blanco. Cabe aclarar que los perros son territoriales y en las ciudades generalmente sus dominios van de esquina a esquina. No era una batalla, eran varias.

Los resultados siempre eran inciertos, solía contar entre risotadas. Algunas noches pasaba limpio casi todo el recorrido, otras veces rodaba con algún magullón y posterior saqueo. Otras veces, ganaba grandes enfrentamientos con astucia; pero su risa se hacía más sonora cuando recordaba la vez que venía tan concentrado en la contienda, dando y recibiendo a velocidad, que se pasó dos cuadras de su casa y tuvo que repetir dos batallas, esta vez al revés.

Él siempre aceptaba la batalla. Entendía al adversario. 

Llegaba pedaleando al Cuartel de Bomberos de la ciudad, y ahí, a la luz de la farola que iluminaba la bomba donde recargan agua las autobombas, se bajaba de la bici, revisaba que el cuchillo y la chaira (herramientas de trabajo) estuvieran bien atadas al portaequipaje, volvía a atar las bolsas con sobras de carne del asado a la canasta delantera y miraba profundamente hacia adelante, hacia la oscuridad del fondo.  

Sólo quedaban seis cuadras para llegar a casa. El problema era que las primeras cuatro tenían luces y sólo tres de ellas, asfalto. 

Antes de entrar en batalla tenía que calcular todo, viento, barro, pozos, visibilidad. Con él llevaba un tesoro precioso, carne. Es más, él mismo olía a grasa y sangre y entre él y su hogar estaban los perros de la cuadra. 

Se subía a la bici y de memoria desenrollaba del volante un alambre de no más de 60 cm., su única arma de disuasión. La misma remataba en un aro por el que pasaba su mano para no perderlo en las trifulcas.

Se paraba sobre los pedales y empezaba a acelerar. Era primordial tomar velocidad y rezar que los primeros perros estuvieran dormidos o distraídos, pero en la última cuadra lo esperaba la madre de todas las batallas, el perro blanco. El más grande, el más fuerte y con una voluntad inquebrantable. 

El objetivo de ellos era tirarlo de la bici y robarle la carne. Su táctica, impedirle el paso y si se puede, morder sus tobillos, pantalón o alpargatas.  

Era tanta la adrenalina que le producía cada batalla que muchas veces llegaba orgulloso de que no lo habían mordido, pero al pisar en su casa sentía la humedad pegajosa de la sangre en su ahora roja alpargata.

Como les contaba, mi amigo usaba las dos primeras cuadras para tomar velocidad y estabilizar la carga, soltar una mano del manubrio y alzar su brazo con el alambre. La vista puesta en el horizonte. Dientes apretados, rezando que no le salgan, pero esa noche estaban todos.

En la cuarta cuadra lo salieron a ablandar dos perros negros que atropellaron no muy entusiasmados, pero en la quinta había una jauría. Tensó los músculos y lo atacaron, atropellando de los dos lados, la adrenalina le hacía zumbar sus oídos y anulaba todo tipo de dolor y miedos. Sentía los dientes filosos sobre sus alpargatas y también el golpe del alambre sobre algún lomo mientras no dejaba de resoplar como un buey. Estas batallas duraban segundos, pero todo transcurría en cámara lenta, envueltos todos en gritos, ladridos, tierra y neblina.

Lo fueron soltando, con temor a pasarse a un territorio que no les era propio. Todos conocían al perro blanco, lo habían padecido en algún momento. Aguirre aflojó también para ganar tiempo. No podía entrar a la última batalla ahogado. No iba a tener oportunidad de vencer. Muchas veces pensó en ir arrojando parte de su carga para entretenerlos, pero algo le decía que tenía que luchar, como había hecho toda su vida.

Puso pie en tierra y lo buscaba entre la negrura. Parecía que no estaba, pero siempre estaba. Blanco como la nieve, astuto como un lobo, el perro no ladraba ni se movía de su posición. Parecía un demonio. A una cuadra de su casa podía perder todo. Es más, vio la claridad del foco de la esquina y adivinaba su casa calentita y a su querida viejita, como él le decía, esperándolo.

Volvió a partir, despacio, muy despacio, no quería pelear, sólo llegar a su casa.

A media cuadra el perro blanco se movió y delató su posición, Aguirre aceleró, intentando pasar por la derecha y mientras el perro con movimientos lentos lo encerraba. Su mano armada quedaba cruzada con el enemigo de mirada feroz. Se encontraron en un punto. Aguirre descargó su sable blando cruzando de derecha a izquierda y el perro sólo frenó, dejó que pasara la bici, aceleró su tranco y encontró el talón y alpargata blanca donde enterró sus colmillos. Aguirre sintió como se le desgarraba la carne e instintivamente volvió a cruzar el alambre, esta vez de izquierda a derecha y no lo encontró de lleno, pero lo tocó. Lo sabía.

No alcanzó a caerse de milagro, llegó chorreando sangre y casi sin poder pisar. Había visto esos ojos y la frialdad con la que atacaba. Le producía físicamente escalofríos. Miedo y respeto por dentro.

Esa mañana soleada los dos olían su propia sangre, sólo los separaba la calle, mirándose en silencio. Al rato el perro blanco desapareció por la esquina e inmediatamente aparece la figura de uno de sus niños a los cuales había alimentado por años. Mientras se acercaba, pensaba en lo que había crecido estos años, ya era casi un hombre, un hombre en problemas. 

Hacía años que no le pedía comida. Buscaba dinero para birra, pero últimamente dinero, sólo dinero. Los dos sabían para qué.

Lo encaró de una sin saludarlo. -Negro, ¿tenés unos mangos?-

No tengo, dijo Aguirre, decidido a defender lo suyo y hacerle un favor al muchacho.

Lo miró con profunda tristeza y recordó los años en los que el sabandija aparecía preguntando si había bolsita de carne, con una gran sonrisa dibujada en su cara y hoy perdida quien sabe dónde.

Mientras se daba vuelta para dar por terminada la conversación, con dolor pensó dónde estaba ese niño y cuándo la droga lo había convertido en eso. 

Un demonio, reflexionó con tristeza, igual que en el sueño y entendió todo, como adivinando lo que venía, sonrió con lástima. Y ya no pensó más.

Apenas sintió un brutal golpe sobre su cabeza desde atrás, algo en él se rompió para siempre. Alcanzó a darse cuenta de quien lo agredió y su corazón estalló de dolor.

Cayó de rodillas, mirando hacia su adorada casa donde la viejita estaría preparando algo rico para comer, cerró los ojos y se derrumbó.

Cuentan que por años el perro blanco estuvo todas las noches inmóvil, esperando que apareciera su más grande adversario.

Muchos años después su dueña lo encontró una mañana de invierno muerto.         

Parecía que acechaba a alguien mirando hacia el Cuartel de Bomberos.

*Es un docente de 62 años de la pampa húmeda Argentina. Curiosamente, es el primer cuento que escribe en su vida como forma de mitigar el dolor por la muerte violenta de un amigo.

Créditos de la imagen: I’m a bad dog! What kind of a dog are you? (1895), C. M. Coolidge

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