LXIII Edición: Temporada de lluvias

De espaldas

Alejandro Durán Ortega*
(Huayacocotla, Veracruz, México)
Mención honorífica
IV Concurso de La idea lista
“Muerte y naturaleza”

Es conocido entre la gente que sabe que los zopilotes inician toda su fiestecita picoteando los ojos del difunto y, como se me figura que aquel animal muerto ya no juzga, pues también pienso que en nada le ocupa, ni le preocupa, que esos alados amigos inicien con ésta o con cualquier otra parte del cuerpo su lonche. Creo también que a los avechuchos les gusta lo gelatinoso de los ojos.

Los ojos de Jacinta son grandes y sabrosos como cuencas lecheras y de cuando en cuando son truenos que chamuscan almas. Yo vi por vez primera esas chamusquinas cuando me hallaba tumbado en la arcina huyendo de las labores y ella llegó jadeando y subiéndose las enaguas perseguida por, sabría el sereno, que cosa del mal. (Después me enteré que esa cosa del mal era su padre). –No te quedes ahí tarugo, ¡escóndeme!- me dijo, y yo sin saber quién era y de lo que la tenía que esconder, la obedecí cual borrego. La metí debajo la arcina y con las manos le aventé zacate tapándola lo mejor que pude.

Las varas verdes de capulín son buenas para aporrear gente, eso mi padre lo sabía de sobra; así que me amarró de las muñecas y me colgó del mismo capulín del que había cortado las ramas. Veinte verdugones me nacieron ese día y durante varias noches los pude contar con mi espalda. De aquella ocasión no recuerdo la mano dura de mi padre, tal vez porque frente a mí, arrodillada, estaba Jacinta y a cada varazo se encorvaba, se quedaba así un ratito y luego se levantaba y yo, nomás me quedé embobado divisando aquellas chispas y así mero nos conocimos. Yo colgado con mis miramientos y ella de rodillas con sus ardores.

Vivíamos en el Refugio, rancho hasta el fondo del culo, según dicho de un ingeniero que como muchos otros nos había visitado para mostrarnos la mejor manera de trabajar la milpa, o los frutales, o las vacas, o las abejas o lo que se les ocurriera asegún el gobierno en turno; ya ven que cada que entra un nuevo político, se nos dice cómo vivir. Mi padre siempre recibía a aquellos profesionistas con una sonrisa y platicaba a ratos con ellos, para que en cuanto se dieran la vuelta dijera en voz baja, pinches ingenieros pendejos. En aquellos días mi padre se ocupaba de doscientas vacas, de los cuajos, de los quesos, las pasturas, y de darnos ejemplo a mi madre y a mí de cómo romper un jarro y seguir tragando aguardiente.

El Refugio no tiene más gracia que sus cerros empinados retacados de pinos, encinos y oyameles. Tres pozos pequeños están en el fondo del llanito; hasta ahí llevaba yo por tandas al ganado a beber agua, ahí se me hacía de tarde y veía yo la neblina arrastrándose por esos montes como cola de vestido de novia y me gustaban las tardes porque veía a la Jacinta, y la Jacinta a ratitos se escondía entre la blanca cola, nomás para que yo la encontrara.

-¡Córrele, sonso!- me gritó una vez que, jugando con un palo, zarandeó una colmena de zinclinas y ésta nos cayó encima. Como chiva, Jacinta esquivó magueyes, cercas y laderas, pero yo quedé con el pie en una piedra, la cara en el lodo y calenturas dos noches. Mi espalda contó treinta y dos piquetes, se puso colorada como cachete pulquero. Al tercer día bajé con el ganado y ella y sus ojos abiertos y benignos me recibieron y, cuando me metí en ellos, se me olvidó el coraje y la comezón.

La Jacinta me enseñó esa canción de los zopilotes, guro, guro, guro, primero los ojos y luego el culo. Decía que es lo que entonaban los niños del pueblo en que nació, que se entretenían todos haciendo rueda agarrados de las manos, mientras uno en el centro hacía de zopilote. Ella fue la que me dijo que, cuando se muere una vaca, los zopilotes primero se tragan los ojos y luego para sacarles las tripas le desgarran el culo. Decía que había visto como andaban los pajarracos dentro de la vaca. Como yo no le creía me convenció que lleváramos a una de las vacas más viejas al desfiladero de la Peña Roja y así comprobar su dicho. Jacinta no mentía sobre aquello de los zopilotes y aquella tarde el capulín me recibió otra vez y mi espalda no pudo contar las lágrimas que caían sobre ella mientras mi madre me ponía fomentos de árnica.

Los ingenieros pueden ser gente muy acomedida, como aquel que ubicó de forma clara nuestro rancho. Así pueden dar santo y seña de muchos lugares, o pueden acomedirse a hacer más productiva cualquier cosa, siempre y cuando la producción les beneficie en algo a ellos mismos. Precisamente uno de estos visitantes se acomidió a llevarse a Jacinta a la capital para hacerla su mujer; todo el trato lo hizo con el viejo padre y presiento que éste se contentó de ver el futuro próspero que le esperaba a su hija, aunque creo que le dio más gusto deshacerse de ella y además sacar unas monedas extras. A Jacinta se le encendió la mirada cuando su padre le comentó el acuerdo y salió huyendo rumbo al llanito de los tres pozos; ahí me encontró tendido sobre el pasto esperando que las vacas hicieran lo suyo. Ahí decidimos todo.

Ahorita siento como los zopilotes vuelan sobre nosotros, y pienso en lo gelatinoso de mis ojos, así que los aprieto muy fuerte y pienso en los ojos de Jacinta que pueden competirle al sol. Los ardores de sol me dan en la cara y me pregunto cuántas piedras puedo contar con la espalda. La mano de la Jacinta está con la mía, pero ya no se mueve y alcanzo a ver sus ojos abiertos como caja de pan en fiesta. Recuerdo que los plomazos vinieron de lejos y nos atravesaron en seco. Yo le dije a la Jacinta que no lo lograríamos, que juyirnos hasta su pueblo pa´ que nos casara ese cura amigo suyo no iba a resultar bien. Y cómo fue. Yo no sé si fue el dedo de su padre o el del mío quien jaló el gatillo, pero eso ya no importa; ahora sólo quiero saber cuántas piedras puede contar mi espalda, mientras que con Jacinta hacemos la ronda: guro, guro, guro, primero los ojos y luego el culo.

*Nacido en la Ciudad de México, licenciado en etnohistoria por la ENAH y desde hace unos años se dedica a echar andar un pequeño rancho ecológico en Huayacocotla, Veracruz.


Créditos de la imagen: Plate 106, black vulture or carrion crow, John James Audubon

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