LXIII Edición: Temporada de lluvias

Las caras lindas

Se abrazan como dos osos, forcejean, luego se separan, se miran fijamente, manotean, se agarran de sus atuendos, se zamarrean.

Uno le realiza al otro una llave, luego lo traba con una zancadilla, ruedan por el piso, el que queda encima del otro quiere someterlo, el que está abajo arquea su cuerpo, sostenido en sus hombros, entregan todas sus fuerzas, el que está apunto de caer da un giro intempestivo y se zafa, se incorporan. Han transcurrido los primeros minutos, están exhaustos.

Regresan sus enormes cuerpos a estar trenzados, fijan sus potentes pies y tensan todos sus músculos, nadie se da, nadie se rinde, está en juego el anhelado oro.

Ya le colocaron unos kilos demás, tiene que romper el récord.

Se unta algo blanco en las manos, se acerca al eje que sostiene en sus extremos unos discos de metal que contienen más del triple de su peso corporal.

Cuando ejecuta el arranque, su pequeño cuerpo esculpido de perfectos músculos, parece que va a explotar, sus pulmones se llenan de aire, por su boca sale un soplido tan fuerte que simula un dragón. Cuando da el envión, todo su cuerpo queda erguido, sus extremidades superiores sostienen las torturantes pesas, cualquier movimiento en falso y se pierde el trabajo, la preparación de toda una vida.

Los segundos reglamentarios en los que tiene que sostener semejante carga, son una eternidad… ¡Lo logra! El estruendo del armatoste contra el piso es el detonante de su interminable alegría. 

Mira al horizonte levanta sus manos como las alas de una gran ave, luego los lleva hasta su cintura comienza a danzar en las puntas de sus pies, amaga con lanzarse, vuelve a amagar, todo el estadio queda en silencio, la pausa sostienen un rumor de gloria. Da comienzo a su aventura, a mitad de camino, aceleración a tope, luego un salto, después el otro, ya parece un baile celestial, último salto eterno, eterno, ella, esa mujer inimaginable ¡voló, voló! y su vuelo lleno nuestras insignificantes vidas de felicidad.

Ese oso cubano de un metro noventa y seis centímetros de altura, llamado Mijaín al celebrar el oro en lucha Greco Romana, levanta a sus entrenadores como trofeos humanos, ese negro esculpido en ébano le ofreció su triunfo al comandante invicto.

Neisi Dajomes como un oasis de palmeras, cuando sonríe y levanta su medalla de oro llena de luz y vida a todas las mujeres negras de su querido Ecuador y de la América Latina.

Yulimar Rojas con su metro y noventa y dos centímetros de estatura, es tan alta como el Salto del Ángel de su natal Venezuela y su sonrisa deja escapar una tonada que canta Reynaldo Armas.

Neisi, Yulimar y Mijaín representan “Las caras lindas de mi gente negra”, como una canción salsera ponen a bailar a todo un continente.

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