LXIII Edición: Temporada de lluvias

Sonriente

Ella, la Sarcástica, sonreía.

Él quizás, estaba muy aburrido; ya había trabajado mucho, primero lo primero, después lo segundo, y así se siguió hasta llegar al final.

Ahora, ya cuando estaba por concluir su trabajo, se le presentaba una idea muy buena, la que lo llevaría al término de su labor, tan creativa, tan lúcida, en realidad insuperable porque nadie, absolutamente nadie, podría igualarlo. ¡Él era perfecto!

La Sarcástica sonreía, porque verlo feliz era algo bueno.

Él se había dado a sí mismo muchas oportunidades, y en realidad ahora disfrutaba de la sexta, la que se le ocurrió desde siempre, la que redondearía toda la perfección que ya había realizado.

La Sarcástica seguía sonriendo, porque bien sabía que a Él se le estaba ocurriendo algo grandioso.

Él estaba pensativo, planeando algo que no era muy urgente, pero que a todos convendría muchísimo. Sus planes quedarían redondeados a la perfección: se trazaba un trabajo muy, pero muy inteligente ¡El último! Él jamás se había equivocado, y jamás se equivocaría porque era la perfección. La perfección era Él, y no había nada perfecto, sólo Él. Cierto que todo lo que Él diseñaba se asemejaba a la perfección, pero sólo Él, era perfecto.

Nadie más podría serlo.

La Sarcástica volvió a sonreír, ella pensaba que todo lo que Él ideara, podría convenirle al máximo. Estaba segura que esas decisiones podrían estar tan bien pensadas, que ella podría aprovecharlas y divertirse. Las otras decisiones que Él tomó ella ya las aprovechaba, y ahora adivinándole el pensamiento, bien podría gozar de esta decisión, la que ahora Él estaba formulando.

Así que la Sarcástica volvió a sonreír.

A Él le hacía falta algo que ese humano tenía en su interior, algo en realidad indispensable, y no podría tomarlo así como así; debería provocar antes un suceso que lo llevara al logro extremo.

No era cosa de golpear a ese humano para desmayarlo.

No era cosa de engañarlo.

No era cosa de guiarlo para que el humano se dejara hurgar, se dejara meter mano en el interior de su cuerpo para que Él tomara lo correcto, lo que hacía falta para que todo se desarrollara con la perfección acostumbrada: Debería tomar del humano lo que era imprescindible, y eso sólo se lograría, ¡metiéndole mano!

Llegó la noche.

Dejó la decisión para cuando amaneciera.

Ahora la Sarcástica no sonreía, ahora reía con franqueza.

Muchas cosas se pueden tomar de un humano: Los pulmones, el hígado, los riñones. ¡El Corazón! El humano es una máquina tan perfecta, que puede ser casi destazada y repararse sola:

Si se corta el cabello vuelve a crecer y lo mismo les pasa a las uñas. Si hay un raspón, a los pocos días ya no está, y ni siquiera deja cicatriz. Hay golpes que inflaman la zona, pero desaparecen las hinchazones y los moretones en algunos días, sin dejar rastro. Si se produce una cortada profunda y larga, quizás en un mes ya la costra se caiga y la cicatriz sea burda, pero la herida ya no existirá.

También podría ser que sacando alguna tripa el cuerpo se reparara sólo haciendo crecer la tripa nuevamente.

La Sarcástica se reía muy a pesar de no saber exactamente lo que Él planeaba, pero bien sabía que si Él decidía, ¡su decisión era lo mejor! Por eso se reía.

La piel humana era el órgano perfecto, era la envoltura del ser; era superior a otros órganos porque transpiraba, sudaba sacando lo que al cuerpo ya no le era útil; aguantaba los rayos solares; crecía juntamente con los huesos y sobre todo, ¡se reparaba! Había lesiones que no le dejaban huella.

Así era como Él, bien podría sacar de ese humano lo que bien se le antojara o lo que bien necesitara: abriendo la piel.

Ahora la Sarcástica ya casi no podía disimular su risa; lo veía tan ilusionado que bien sabía que estaba ideando algo muy bueno, súper bueno, algo semejante a la perfección; algo que ella muy bien aprovecharía porque para eso vivía, para aprovechar cualquier oportunidad.

Pero, pensaba Él, había algo muy importante: el dolor. Cualquier minúscula herida, como la causada por una punta de espina, dolía. El dolor lo provocaban los raspones, las contusiones, las quemadas, las heridas, tanto las que estaban a flor de piel, como las otras, las que llegaban hasta los huesos.

El dolor alarmaba porque no era soportado sin gritar y Él no quería alarmar, Él no deseaba que ese humano sufriera. Él bien quería beneficiar, pero no dañar.

Le era necesario sacar de ese humano esa cosa, ¡la sacaría! ese humano la tenía adentro, pero no muy adentro. No tocaría ninguna otra cosa, sólo eso, lo que necesitaba para llegar a la cúspide de su labor.

Su trabajo sería casi, ¡casi perfecto! Pero no tan perfecto como Él mismo.

Ella no podría vivir, si Él no sacaba del humano esa parte tan necesaria y Él quería a toda costa que Ella se beneficiara, que Ella pudiera gozar de todo su existir.

Sólo había una manera de que Ella con derecho existiera, y esa manera era: Tomar de ese humano, lo que a Ella le estaba haciendo tanta falta.

Se decidiría a tomarlo.

Claro que podría hacerlo. Era su derecho.

Él tenía derecho a tomarlo todo, porque Él era perfecto.

¡Lo haría! buscaría la oportunidad. No, no buscaría oportunidad alguna porque Él era el que daba las oportunidades. Él las repartía a su antojo y siempre las había distribuido a la perfección.

Lo haría, hurgaría dentro de ese ser y tomaría lo correcto, lo que le estaba haciendo falta a Ella, a la hermosura, al prodigio que tenía en mente.

La Sarcástica sonreía tan abiertamente que llegó a la risa, a la carcajada, y esa carcajada tan sonora, se oyó como un silbido en todo el ambiente. Y volvió a carcajear, a silbar, a llevar su alegría a todo el ámbito. Esa alegría se extendió radialmente, metiéndose por la tierra, por los troncos de los árboles. Esa alegría extrema inundó los aires y al llegar a las nubes las hizo vibrar.

¡Llegó la hora!

Él, con toda su sabiduría, se presentó ante el ser y mirándolo con ternura lo metió en estado de coma. Lo recostó sobre el verdor musgoso y comenzó esa labor tan satisfactoria de hurgar, para tomar y para crear.

La Sarcástica no pudo carcajearse, no pudo reír, no pudo sonreír porque con una ligera mirada, Él se lo prohibió.

Ahora el que bien sonreía era Él. Primero llegó a ala piel y comenzó a separarla, cuando los músculos del alto abdomen aparecieron ante sus ojos, Él más y más sonrió. Entre sus dedos tenía el músculo recto anterior y llegó rápidamente al oblicuo externo, pasó al oblicuo interno que acarició con dicha. ¡Con mucha alegría descubrió y contempló al músculo transverso! Lo relegó a su derecha y ¡ahí estaba! Pareció ante sus ojos la hermosa costilla. ¡La tomó! La separó del ser y rellenó el hueco con carne; a continuación comenzó a poner todo en su lugar.

Los músculos quedaron bien colocados y también la piel.

La Sarcástica estaba tan alegre que obedeciendo no lanzaba carcajadas, pero reptaba brincando de dicha.

Él comenzó la labor de diseño, de labrado, de escultor y, al poco rato, ya tenía entre sus manos a esa criatura que daría origen a la belleza!

Génesis 2:22

El Señor tomó una costilla y rellenó el hueco con carne, plasmó a la mujer y la presentó al hombre.

Al mirar aquella belleza, la Sarcástica serpiente dejó de reptar y silbar. Se escondió bajo las hojas del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, porque tenía que planear un engaño.

Créditos de la imagen: Pixabay, MichaelGaida, https://pixabay.com/photos/hand-fingers-skin-texture-person-3588162/

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