LXIII Edición: Temporada de lluvias

La foto del recuerdo

Julia sabe que es domingo y que será día de fiesta. La abuela Praxeditas la llevará a ella y a sus primas como cada semana a visitar al abuelo, a comer con él. Tacos de frijol, arroz y huevos duros constituyen el banquete que va dentro de la cesta de mimbre.

La entrada del panteón Sanctorum está animada, vendedores de flores, veladoras y antojitos. El sepelio de un ser querido no impide el hambre ni limita la convivencia de sus parientes. En la entrada del panteón está el descanso, el último espacio que liga a los muertos con el mundo de los vivos; aquí se da la oportunidad de tener un último recuerdo con el difunto, la fotografía definitiva. El ataúd se levanta de tal modo que se aprecien bien los rasgos del que se ha ido y, en torno a él o ella, se acomoda la familia. Los ojos tristes, las caras largas, para no desentonar con el fallecido.

La abuela y las niñas disfrutan de la producción de cada toma fotográfica. Que si el ataúd más arriba, que si más abajo, que si es mucha gente, que si falta éste, que si sobra aquel. Especial ternura les produce ver a los “angelitos”, es decir, a los niños y niñas fallecidos y ataviados de ropajes blancos. Normalmente, a ellos se les toma la fotografía con otros niños y niñas con flores blancas en la mano.

En medio del caos de la producción y de la confusión de los familiares, Julia aprovecha la oportunidad de colarse en las fotografías. Le impresiona pensar en ese invento deslumbrante que eterniza las imágenes en un papel. Nunca nadie le ha tomado una fotografía, apenas si tienen para comer en casa de la abuela; así que no deja pasar la ocasión de aparecer en esas imágenes, aunque sean de muertos ajenos.

El abuelo aguarda la llegada de la abuela y de las niñas; no puede ser de otro modo, lleva años de fallecido. La abuela tiende sobre la tumba el blanco mantel almidonado. Julia la mira suspirar al extender la comida en la mesa improvisada. La abuela siempre le repite que el abuelo fue un hombre guapo: “tan hombre él, tan apuesto; y ni treinta y cinco centavos tuve para tomarle su foto a la entrada del panteón”. Tan pobres eran, tan pobres son.

Las niñas se dispersan entre las tumbas jugando a las escondidas hasta que la abuela las llama a comer. Alrededor de la tumba, las mujeres comen y comentan los pormenores del día. “Ha llegado un nuevo inquilino al vecindario”, “a tal tumba le han llevado música norteña”, “a tal difunto no le llevaron flores”. Después de la comida las niñas siguen jugando largo rato entre las tumbas. La tarde va cayendo y sus luces amarillentas se cuelan entre la copa de los árboles. Ha terminado la visita familiar y es hora de volver a los afanes cotidianos. Julia, cansada de jugar a las escondidas, toma la mano de su abuela. Regresa cansada, pero feliz de haber sido inmortalizada una vez más en la foto del recuerdo.

Créditos de la imagen: Pixabay, Capri23Auto, https://pixabay.com/photos/angel-angel-figure-sculpture-statue-3740393/

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