LXIII Edición: Temporada de lluvias

Semana mayor

Cinco décadas atrás la semana santa era para mí una de recogimiento y reflexión cuando acompañaba a mi abuela en su tránsito del domingo de ramos al domingo de resurrección. No recuerdo que hubiera vacaciones de sol y playa en estas fechas, al menos no para nosotros. Para mi abuela, y para mí, eran de rememorar la pasión y muerte del joven nazareno que desafío al imperio de su tiempo y quien -además- se proclamó Hijo de Dios.

Domingo de Ramos
Afuera del templo se extendían los puestos llenos de palmas de todos tipos y tamaños que traían los campesinos, casi todos indígenas de regiones cercanas como Puebla o el Estado de México. Las palmas recuerdan que, en algún momento, el Cristo entró triunfante a Jerusalén y la gente le hacía los honores con ellas. Después de ser bendecidas, mi abuela la colocaba detrás de la puerta de su casa para protegerse de cualquier peligro. Incluso la vi varias veces quemando esas palmas para ahuyentar a las negras nubes que auguraban tormenta.

Jueves Santo
Por la mañana, nos tocaba cocinar para dos días los guisados propios de la temporada, sopa de habas y tortitas de camarón en mole con romeritos; limpiar nuestra casa; y, arreglarse para ir después al “lavatorio de los pies” y a “la visita de las siete casas”. El lavatorio me impresionaba porque veía al ministro lavarle los pies a los doce fieles elegidos, como Cristo a sus apóstoles. Cuando me aburría solía contemplar los vitrales modernistas que dejaban traspasar la luz de la tarde o, sentarme en cuclillas a los pies de mi abuela. La visita de las siete casas era un recorrido de igual número de templos que recuerdan el ir y venir de Cristo durante su juicio y condena. Los templos eran vestidos de morado con enormes lienzos que cubrían las imágenes de los santos. Los únicos adornos eran latas con germinados de alfalfa. En cada “casa” se rezaba y, al salir, daban panecillos con un ramo de manzanilla y romero. Lo mejor de ese día para mí eran esos panecillos con los que finalizaba la jornada en nuestra casa junto a una taza de leche con café. Mi abuela aún tenía cuerda para rezar la oración nocturna; ella sabía que ya no contaba conmigo para eso.

Viernes Santo
El acompañamiento al camino de la cruz o vía crucis, iniciaba temprano, así que había que levantarse a buena hora y disponerse para la larga jornada. La atmósfera de este día era de silencio y recogimiento. Mi abuela entraba en luto verdadero. Su rostro, de suyo adusto, se tornaba en dolor y pena. No permitía ningún chiste ni escuchar música ni otra expresión de alegría. Mi abuela era indígena de la mixteca oaxaqueña, delgada, pequeña y con una larga tristeza en su mirada que se acentuaba en esos días santos.  

El sol caía inclemente durante el recorrido de las catorce “estaciones” del vía crucis que se disponía a lo largo de varias calles polvorientas del Nezahualcóyotl de los años setenta. Mi abuela cubría su cabeza con un rebozo gris y me hacía un poco de sombra con el mismo. Yo sentía calor, cansancio y sed, pero no me atrevía a interrumpir su duelo con mis quejas terrenales.

Caminar lento y cantos tristísimos. Dolor y culpa por el nazareno sufriente. Cada una de las estaciones marca un hito de encuentros y desencuentros del condenado a muerte con otros personajes destacados; situaciones vergonzantes a las que es sometido por sus verdugos; situaciones todas que impresionaban mi alma infantil. Sin embargo, lo que más me conmovía eran las lágrimas de dolor genuino de mi abuela, su pesar por las injusticias cometidas en contra del inocente que era llevado como cordero al matadero.

El recorrido terminaba en el templo con la lectura de las “siete palabras” o últimos dichos de Cristo en la cruz antes de morir. Para esa hora, el cansancio y el hambre me hacían resistirme a escucharlas y a imaginar las tortitas de camarón que nos aguardaban. Cuando finalmente terminaban, regresábamos a nuestra casa a comer y a descansar.

Más tarde, regresábamos al templo a dar el pésame a la madre de Jesús, con el rezo del rosario incluido. En algunas ocasiones, nos quedamos todavía a la procesión del silencio por las mismas calles donde se había realizado el vía crucis. Todo un maratón litúrgico para mis nueve o diez años. De regreso a casa, sólo quería mi taza de leche e irme a dormir.

Sábado Santo
La misa de gloria se celebraba por la noche, entre más noche, mejor, para que coincidiera con el inicio del domingo de resurrección. Misa de gallo, le decían entonces. Para mí, era la misa más larga y tediosa por la cantidad de lecturas que incluyen, desde el Génesis hasta el Apocalipsis; todo en completa obscuridad.

Las luces se encendían hasta que “se abría la gloria”, las campanas sonaban con impetuosa alegría y me despertaban del sueño que me había agarrado por ahí del Éxodo. Al finalizar la misa, mi abuela procuraba llevar una cera encendida directamente del cirio pascual hasta el altar de su casa. Decía mi abuela que la luz del resucitado la acompañaría hasta el final de su vida.

Domingo
Yo crecí y dejé de acompañar a mi abuela en su periplo de Semana Mayor. Nunca he vuelto a hacer ese recorrido exhaustivo y con tal nivel de devoción como cuando la agarraba de la mano y nos convertíamos en un personaje más del camino al Gólgota. Mi abuela murió hace catorce años con la fe intacta y con la confianza de disfrutar de esa gloria que le fue prometida en todos sus domingos de resurrección.

Créditos de la imagen: Wikimedias, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Pueblo_Santiago_Acahualtepec.jpg

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