LXIII Edición: Temporada de lluvias

Locura descontrolada y ¿liberadora?

Tlauelilokayotl

En la familia, represiva por esencia, se origina la locura, pues su finalidad no consiste tan sólo en repro­ducir las formas de dominación en lo ideológico, sino también en la internalización de éstas en la estructura psíquica de los individuos.

David Cooper

[…] Y sin embargo existe un miedo, miedo mayor,
Mayor aún que el miedo a la muerte,
Un miedo más miedo aún:
El miedo a la locura,
El miedo indescriptible
Que dura la eternidad del espasmo
Y que produce el mismo doloroso placer;
El miedo de dejar de ser uno mismo
Ya para siempre,
Ahogándose en un mundo
En que ya las palabras y los actos
No tengan el sentido que acostumbramos darles;
En un mundo en que nadie,
Ni nosotros mismos,

Podamos reconocernos
“¿Ese soy yo?”
“¡Este no soy yo!”[…]

Fragmento de “Paradoja del miedo” de Xavier Villaurrutia

Hace un calor de aquellos y -en cuanto salgo de dar mi clase de bioquímica en la UNAM- el sol acaba de pasar exactamente sobre nuestras cabezas, mi sombra se empequeñece al máximo y -entonces- en una reflexión llena de locura es que me percibo como ser luminoso: luminoso y ansioso. ¿Cómo no estar ansioso cuando la sombra que es parte de mí es pequeña y el blanco brillante del sol se manifiesta desbordante de todo y la sed atenaza mi luminosidad?

Los ojos caídos producto del estupor y adormilamiento: una rutina aburrida -entrampadora- y una mala noche.  La vuelta al lar familiar en un amasijo de fierros grises y ruidosos movidos por un motor para regresar a comer, una vez más a comer a la hora de la comida, en el mismo lugar de siempre y de la misma manera, el mismo saludo, la misma pregunta. Es como vivir la repetición enésima de la misma rutina de siempre, es estar atrapado en una circunstancia que es la que existe para mí simplemente porque es la que me tocó.

Muchas veces he vivido la repetición de todo, la rutina que va inundando los resquicios vacíos de mis estructuras mentales, libres de pasiones retiradas y abandonantes, como la caída en una trampa alienante que dificulta al máximo la ocurrencia de los de por sí demasiado pocos encuentros esclarecedores conmigo mismo. La rutina de nuevo, la misma sensación de cansancio a la misma hora del cansancio y la sed, la entrada a la casa, que siempre es algo mucho más que una casa, es más bien una metáfora del fuero interno, donde todo, lo peor y lo mejor, pueden ocurrir: toparse con la madre de uno, el mismo saludo, el mismo vaso de agua, el refugio en una sombra parejita y homogénea y difusora de la luz blanca que brilla y revolotea en los límites externos de mi marco visual y -mientras tanto- la ansiedad va creciendo.

Crece tanto que es el momento de aplicar en el argot de la guerra por los aires maniobras evasivas por doquier; que mejor que huir del movimiento doméstico y de las reconvenciones maternas y que tomar el periódico del día y encerrarse en el dormitorio. Para este momento ya mis sentidos los siento abotagados y -a pesar del vaso de agua- la sensación de sequedad es ya algo que cada vez es menos física y más espiritual. ¿Ya en casa y yo sediento y ansioso? Sin entender por supuesto las causas de este remedo de agonía pues son causas ignotas para mi lado consciente. Me siento a leer el periódico…

Leo Excélsior, me quedo paralizado y me pregunto, ¿qué es Excélsior? Yo no sabía que Excélsior es un término latino que habla de algo superior, de algo que siempre va o que aspira a desplazarse hacia un estadio superior, siempre una aspiración arribista como quiera, pero bueno, no nos perdamos, sí sabía o por supuesto que ese era el nombre del periódico más famoso y conocido en esa época en México, pero en ese momento ver una palabra tan evidente como el nombre de un periódico -y no saber a que se refería- desencadenó mi ansiedad a límites insospechados y acto seguido, para calmarme, mediante otra maniobra evasiva que pretendía ser la solución del momento a la ansiedad, me dirijo de inmediato a la sección de deportes y ahí voy. Mientras tanto la luz que entra por la ventana mantiene su presencia deslumbrante e intensa. Mi sed muy interna y plena, quiero decir, no física sino proveniente de adentro, ¿adentro? Yme dispongo a leer cualquier cosa “Raúl Ramírez y Brian Gottfried ganaron su partido de dobles en el torneo de tenis de…” ¿Raúl Ramírez? ¿Tenis? ¿Qué significan esas palabras? No entiendo nada.

Para entonces al contorno difuminado de mi marco visual ya estaba francamente borroso y mi audición se había bajado al máximo. Yo ya empanicado y temiendo lo peor: ¿me estaré volviendo loco? En otra maniobra evasiva tomo mi cámara Pentax y le instalo un lente macro que acababa de integrarse a mis dominios y me pongo a sacar fotografías de detalle de un águila metálica que fungía como pisa papeles. La macrofotografía de la cabeza del águila me transportó de inmediato a otra dimensión y comencé a sacar fotos de trofeos de boliche, del reloj de mesa, del foco de la lámpara y ahí estaba yo sacando fotografías al por mayor, click, click, click, click, la dificultad para encontrar el foco era grande y siempre había una parte de la imagen que no podía aparecer nítida.

Este hecho físico de la ausencia de profundidad de campo -y la imposibilidad óptica de lograr definición total en los contornos- me provocaba una gran molestia y la ansiedad. No hacía mas que convertirse en oleadas respirantes y continuas expresadas en un compás de 2/4, uno dos, uno dos, uno dos…

Mi madre irrumpe en ese momento en la recámara y yo no escucho el ruido de la puerta, de tal suerte que cuando la descubro el sobresalto experimentado se convierte en una más de la ya demasiada larga cadena de incomprensibles sensaciones experimentadas por mí hasta el momento. Lo que siguió para mí fue literalmente alucinante y no miento con esta categorización, porque ver a mi madre hablándome y mirándome inquisitivamente -y yo no escuchar absolutamente nada de lo que decía- me desencadenó ahora sí el pánico:

 ¡Tengo un ataque! ¡Una lesión cerebral! ¡¡¡ME ESTOY VOLVIENDO LOCO!!! El miedo a la locura, ahora el miedo a la locura.

Mi madre hablando, yo sin escuchar lo que dice y caminando de un lado a otro como loco, ¡como loco! Me estoy volviendo loco pensaba y sentía yo, que sentir es peor que pensar, el sentir…

De repente encuentro un resquicio para mi salvación. Mi madre sigue abriendo la boca pero yo no escucho nada, busco el teléfono de mi amigo Gilberto, compañero de parrandas y aventuras que tiene la gracia de ser siquiatra y que mejor que un amigo siquiatra en este momento de locura.

Marco. El disco del teléfono gira demasiado lento para mi gusto, pero gira como quiera, siento que todo gira y el sonido del disco giratorio es lo único que escucho, por fin la comunicación, el asidero a algo coherente; ¡Gilberto! No sé que me pasa. -¿Qué te pasa?- contesta apuradamente Gilberto. El siquiatra, al notar mi habla ansiosa, lo que atina a decirme es que me vaya a su casa, eso sí lo escucho, mi capacidad auditiva completa se restringe a poner atención en las indicaciones de Gilberto. De algo sí me acuerdo, donde vive y cómo se llama, todavía no se me olvida y me acuerdo que vive muy cerca de mi casa pero me entra el pánico al imaginarme que pueda ocurrir que voy camino a su casa y que ya en el trayecto se me olvide donde es, que se me olvide adónde voy y porque voy adonde voy y entonces anoto todo en un papel, anoto mi nombre, anoto el nombre de Gilberto, anoto la dirección, elaboro un croquis y hago una anotación: “Sí se te olvida quien eres y adónde vas, dirígete a esta dirección y busca a Gilberto”.

Emprendo el camino a pie, son unas cuantas cuadras y voy rápido, los camiones y coches pasan sin hacer ruido, no escucho nada y sólo pienso que me estoy volviendo loco, no puedo evitar caer en el llanto y ahí voy, llorando caminando, sordo, con miedo, con una paranoia galopante pero aferrado a esa caminata que debe llevarme a una salida, a un escape.

Gilberto abre la puerta de su casa, entro y me siento en la sala. Gilberto pone algo de música clásica y yo simplemente no puedo explicar lo que siento y lloro y lloro y hablo y lloro y hablo de manera confusa y no atino a elaborar una discurso mínimamente coherente hasta que después de unas horas llega una cierta calma.

Gilberto me diagnostica como orgulloso poseedor de una patología mental de naturaleza desconocida y por eso hay que hacerme estudios y demás, me indica que debo de ir, aprovechando que soy universitario, al departamento de salud mental de la UNAM, que necesito tratamiento, ¿tratamiento? ¿Para tratarme qué? Pues quién sabe pero necesitaba tratamiento. Él me hace saber que -aún siendo siquiatra y todo- no puede ayudarme para superar mi padecimiento mental pues es mi amigo y compañero de parranda y borrachera y finalmente me remite con alguien a la UNAM.

Lo que siguió después fue una historia de citas y revisiones y llenado de cuestionarios y demás -electroencefalograma incluido y todo- el diagnóstico fue poco más o menos que tenía yo demasiada presión dentro de mí, presión derivada de una negación constante de mis conflictos. Decían que me había convertido en un evasor de conflictos muy avezado y que navegaba por la vida con la bandera de que yo no tenía problemas y de que era muy feliz, pero los conflictos ahí estaban, larvados, esperando salir y cuando ya la presión interna fue demasiada, exploté.

Estuve yendo a terapia en la UNAM hasta que me remitieron a un siquiatra particular que trabajaba con hongos alucinógenos, tuve un primer encuentro y le platiqué todo lo ocurrido y lo que me respondió fue una historia de un maestro budista que iba con su discípulo caminado por la montaña y el discípulo le preguntaba -Maestro ¿cuál es el sentido de la vida?- Y el maestro no respondía y así siguieron su camino, el discípulo inquiriendo al maestro y el maestro no respondía, hasta que en un momento el maestro resbala y cae al abismo. Al caer, sin embargo, logra asirse con la boca a una rama y queda colgando en el vacío. El discípulo se asoma y le hace la misma pregunta: -Maestro ¿cuál es el sentido de la vida?- El maestro no podía responder y era claro porqué no lo hacía: si respondía, le iba en ello la vida.

Después de este comentario medio críptico me comentó que yo no necesitaba viajar en hongos, que no estaba listo y entonces le pregunté -¿entonces qué hago?- No me respondió y salió del consultorio.

Me fui de ahí y durante casi tres semanas estuve teniendo una suerte de lagunas mentales, de episodios de pérdida de memoria y me ocurría con mucha frecuencia que de repente me encontraba yo hablando con gente que no conocía pero que me saludaban muy afectuosamente y hasta conversaban conmigo. Trabajaba en la facultad de medicina sin saber que estaba yo haciendo ahí ni quienes eran las gentes que me rodeaban en la chamba. Las situaciones que se generaban a partir de estos desencuentros con la realidad tangible provocó que varias veces, creyendo que yo estaba bromeando, mis compañeros de trabajo y mis amistades me decían entre risas y comentarios chuscos -estás bien loco- y sí, creo que estaba loco y empecé a disfrutar mi locura y poco a poco a divertirme con ella, mi locura. Al hacerla consciente había llegado para quedarse, le estaba perdiendo el miedo a la locura, era mi locura la oportunidad de llegar a ser yo mismo, directa y profundamente, con el mínimo de distracciones a mi atención a mí mismo, aunque sea para sentir la creciente e irreversible parálisis inherente a mi vida y a mi futura muerte.

¿Estaba yo loco? ¡¡¡Estoy loco!!! Lo tengo claro, unos años después, por causas que no vienen al caso comentar, llené un cuestionario psicométrico que se aplicaba en esa época en grandes empresas a solicitantes de empleo. Como este examen lo hice por fuera -y nada más por matar el tiempo- tuve oportunidad de tener acceso a la valoración y a la interpretación de los resultados; el diagnóstico era que yo era una persona disfuncional y que no podía estar solo, se me recomendaba comenzar una terapia de electroshocks.

A partir de ahí, y porque como les digo, me comencé a más que divertirme, a interesarme en mí mismo, me he aceptado mínimamente como una persona no renegada de mi ser y a dudar al menos de la vida aglutinativa, a no ser pasivo ante la invasión de los otros, cuya presencia permanente supuestamente me calificaría de funcional y me daría la certificación de la normalidad.

En eso sigo, mis trances, los más fuertes, los más intensos -producto no de la ingesta de algún vehículo sagrado como le llaman los ayahuasqueros, peyoteros y hongueros a su medicina (yo no uso medicinas porque no estoy enfermo)- se han originado en días de soledad y de contacto con la naturaleza y con el fenómeno y experiencia amorosa: la vida convertida en una metáfora, una metáfora originada en una paranoia a la que no le temo pues es una protesta poética contra la invasión de los otros, de los normales.

Pienso que hay que valorar ciertos estados de conducta considerados como enfermizos y reconsiderarlos como estrategias para lograr la autonomía y la coherencia personal, estrategias liberadoras siempre funcionando y presentes pues la liberación nunca se acaba de finiquitar, es como si eso fuera la vida, es más, yo pienso que eso es la vida.

Sigo loco, sigo buscándome y reconociéndome y tratando de liberarme en medio de la polarización entre el lastimoso destino de la normalidad, por un lado, y la salud y la locura por el otro. Mejor festinar este intento permanente al estilo de Héctor Lavoe cuando en el principio de esa gran rola, MI GENTE, grita desde la parte coral: ¡Ahí vienen los anormales!

Un abrazo mis locos y locas.

Créditos de la imagen: Giuseppe Arcimboldo, Canasta de frutas, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Giuseppe_Arcimboldo_-_Fruit_Basket.jpg

4 comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.