LXIII Edición: Temporada de lluvias

Mazatlán

Voy sentado en las piernas de mi madre. Le pido que corra el vidrio de la ventanilla y veo cómo el río de mi pueblo se abre y se vuelve olas ante el paso del autobús; al fondo diviso su cauce curvo de arena, agua y piedras. Salimos del vado, subimos la cuesta y las casas y la iglesia se van haciendo cada vez más pequeñas hasta perderse entre las lomas; los golpes del aire me agradan y mis ojos descubren la carretera de asfalto con su línea fragmentada en el medio; la recorro hasta donde se pierde. ¿La carretera la hizo Dios, amá? No, mijo, la construyeron los de Obras Públicas, tu papá allí trabajó haciendo planos. Luego me entretengo viendo cómo los árboles y los postes vienen a mi encuentro. El autobús se para a la orilla de la carretera en las afueras de Malpica. El color de la tierra y del follaje me parece distinto; como si ese marrón y ese verde los estuviese viendo por primera vez, como si esos colores no existieran cinco kilómetros atrás. Veo a los pasajeros pidiendo que les suban sus bultos a la baca; sus rostros bajo el sombrero o enmarcados por el rebozo, pese a ser muy similares a los de mi pueblo, les hallo mínimos contrastes en lo tupido del bigote, en lo tostado de la piel. El autobús arranca, se divisa el caserío. Qué es esa bola, amá. Es para guardar el agua. Algunos malpiquenses no alcanzan asiento; viajan de pie. Pasamos por un puente y a la altura de mi vista hay crestas de guamúchiles, abajo veo la arena y el agua de una quebrada. Ahora mis ojos se deslizan sobre los cables de la luz, los cuales al acercase a los postes suben y cuando se alejan bajan. Vamos entrando a Villa Unión; el asfalto se vuelve cemento; y la carretera, una calzada. Hay muchas casas altas, de dos pisos; los techos de teja son muy escasos. El autobús se para; mi ventanilla da a una bocacalle, y veo las hileras de casas por ambos lados, veo la gente y los vehículos alejándose y acercándose. Presiento que esa calle está llena de maravillas y deseo en lo más profundo que el autobús la tome, mas éste sigue su camino. Y la decepción no dura un minuto porque diviso un agua caudalosa del color de la tierra. Mira, mijo, es el río Presidio. Desde el puente veo remolinos, trozos de árboles que van de prisa. Luego siguen los sembradíos de maíz y de súbito un edificio color vino con grandes ventanales; adentro no se ve gente, sino grandes máquinas. Qué es eso, amá. Es la planta de luz. Me volteo para seguir mirándola y el autobús sube y la veo como un juguete que cabe en mis dos manos, y extiendo mis brazos para agarrarla, pero en ese instante el autobús baja. Algo fétido me saca de mi ensimismamiento; del otro lado del autobús están las marismas. Mira allá, es el faro. Veo un cerro que en su cúspide tiene construida una casita. Quién vive ahí. No vive nadie, es para que los barcos no se pierdan. Luego veo muchos envases de Coca-Cola avanzando en hilera, hay unos tanques blancos y algunos trabajadores también vestidos de blanco; entramos en una curva y abajo está la estación del ferrocarril: el andén, los vagones de carga y de pasajeros y la infinidad de rieles rectos y curvos sobre los durmientes; me llega un olor a café recién molido, veo un muro celeste, grandísimo, y mi recuerdo choca con casas y se va por las calles y avenidas y se confunde con los camiones con los coches con el bullicio de la ciudad.

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Fragmento de la novela Casas en el cielo publicada por el ayuntamiento de Concordia, Sinaloa y que fue presentada el 20 de enero de 2023.

*Créditos de la imagen: Pixabay, ArtisticOperations, https://pixabay.com/photos/airplane-aircraft-exhibit-monument-6334900/

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