Emergiste del fondo inaccesible del océano como una aventurera que busca nuevos territorios para conquistar. Ninguno de los nuestros, de esta especie limitada y vulnerable, podría haber llegado a tocar la puerta de tu casa oscura y conocer tu intimidad; moriría implosionado seguramente.
Fuiste tú quien siguió su intuición de que más allá de la oscuridad había otro mundo, tal vez mejor o peor que el tuyo, pero diferente. Seguiste esa chispa que movió a los organismos primitivos a salir del agua arqueológica y buscar la tierra firme. El élan vital que ha movido a las especies a adaptarse.
El lenguaje popular te llama pez diablo, como si tus adaptaciones biológicas tuvieran algo que ver con la imagen humana del mal. Tu belleza nos es ajena porque no encaja con la de los risueños delfines, por ejemplo. Los estudiosos afirman que tú no eres macho sino hembra; que los machos de tu especie son diminutos comparados con tu tamaño y forma, es más, los catalogan de parásitos.
Así, en estricto sentido eres una pescada diabla, qué mejor. Las hembras en busca de nuevos mundos incluida tú. Te sentías ya angosta en el abismo y llegaste a la superficie del océano, aunque eso te costó la vida. Y tu presencia causó estupor y algarabía al mismo tiempo. Sin embargo, pasamos por alto el mensaje que traes desde las profundidades marinas: “No olviden de dónde surgieron, de esta inmensa bolsa amniótica que contiene la vida, que da oxígeno a la superficie terrestre. Contaminar el mar, sobre explotarlo, es cortar la liga con la vida que los sostiene en este mundo”.
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