LXIII Edición: Temporada de lluvias

Llover – llorar

       “La familia es una sociedad secreta cuyos miembros no saben qué función cumplen.”

Luciano Lutereau

El 3 de Octubre murió mi abuelo Silvestre, mi único abuelo. Una persona distante, pues nuestros mundos eran diferentes, un escorpio, el único que asentía con la cabeza cuando yo mencionaba los abusos, secretos y mentiras que hay en nuestra familia, mientras todos ejecutan el contrato para pertenecer a esta logia, llamada familia. Mientras, mi abuela intentaba cambiarme el tema de conversación, como si fuera yo una infante de 3 años que se distrae con un dulce o con una amenaza; y mi padre, su hijo, en el silencio que lo caracteriza.

Aunque llevaba cerca de diez años de no frecuentarlos por razones que ya había olvidado, llegué dos días antes a la casa donde moriría mi abuelo. Muy valiente él frente a su muerte, valentía que admiro a mis 33 años (yo que culpo a un evento astrológico como el eclipse de este 14 de Octubre que me ha dejado en ceros), me dejó en la piedra angular de todos mis temores y ausencias. 

El abuelo me hablaba de cosas con una responsabilidad que asusta, cumpliendo su papel, tanto que me hace dudar de mi disidencia y me hace preguntarme: ¿Qué o quién hay que ser para los demás?, ¿Qué? Por que a veces terminamos siendo cosas.

Esos otros a los que estamos vinculados tan fuertemente y que mientras creas no necesitarlos todo está bien, pero cuando abandonan el juego es cuando aparece la realidad.

Haré de esto una performance para entrar a otro nivel.

Dentro de este viaje de siete días que fue estar al lado de mi abuelo y por ello reencontrarme con una cantidad de gente: amigos y familiares que me vieron crecer; tíos católicos, algunos ya divorciados y tías que optaron por el fanatismo; primos que su destino es ser hombres, primas que ya son madres; sobrinos que por política me llaman tía o es su manera de vincularse conmigo,sobrinas que están por llegar a la adolescencia y que temo por ellas tanto como temí por mis primas menores (pues soy la mayor de veintisiete). Temo a que se encuentren con la verdad de su cuerpo, con sus deseos y que no sepan defenderse, que se encuentren con el límite de su inocencia que las orillará (hablo no desde la mirada moral y pervertida, sino de la inocencia que no te deja ver que para las otras mujeres ya eres una competencia en la que te harán saber sus perversiones y sus violencias) pues se necesita una clara retrospectiva para poder ver que son mujeres anacrónicas, sin afecto, sin eje, se volvieron la deformación de Eva, se volvieron seres que vigilan, ocultando quienes son realmente, y son ellas las que manipulan a esta logia, las más jóvenes, muy seguramente por intentar ser aceptadas, abandonarán su ser para poder seguir con este impecable ejemplo.

Así es que después de la muerte del abuelo, lo de menos era su fallecimiento, era muy cabrón ver la locura de cada uno de estos seres. 

El día que el abuelo murió conocí realmente a cada uno, a mi abuela y a mí misma. Nunca había vivido la muerte de un ser querido a excepción de mis amigos de cuatro patas que me acompañaron en la niñez y nunca tampoco vi sus muertes solo un día ya no estaban.

Estar ahí cuando el abuelo se fue, ver como dejó de respirar. Observar lo mediocres que somos a la hora de ayudar a alguien, fue el momento más cercano que tuve con él, mientras los demás que estaban rezaban y lloraban, yo le gritaba: ¡Abuelo! ¡bien limpio abuelo! Yo le hablaba con el corazón como si fuera una orden, como si no solo le hablará a él, sino a todo el grupo y a todos los vínculos. ¡Aquí estamos abuelo: Teodora, Luciano, tus hijos, los únicos lúcidos de tantos, que al igual que tú también amo, también está  Alma la esposa de Luciano, un ser de bondad, que te ha cuidado todo este tiempo, y yo abuelo, que te sirvo de guardía!

 Y se fue. 

Los días siguientes fue llorar tanto que no paraba de repetir en mi cabeza el poema de Oliverio Girondo:

Llorar a lágrima viva

Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.

Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma,
la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.

Asistir a los cursos de antropología,
llorando.
Festejar los cumpleaños familiares,
llorando.
Atravesar el África,
llorando.

Llorar como un cacuy,
como un cocodrilo…
si es verdad
que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.

Llorarlo todo,
pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz,
con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo,
por la boca.

Llorar de amor,
de hastío,
de alegría.
Llorar de frac,
de flato, de flacura.
Llorar improvisando,
de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

Pero llorar no solo por que se había ido, ni por haber visto la muerte, sino por que vi develarse la estructura, la real estructura de lo que estamos hechos.

Crédito de la imagen: https://pxhere.com/en/photo/896843

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