El cantar del pájaro fantasma
LVIII Edición30 de enero de 2023Hace ya algún tiempo, no mucho, me habían contado una pequeña leyenda de un niño guaraní que se perdió en la selva mientras cazaba pájaros con sus amigos, casi acabando la tardecita. Al llegar el anochecer comenzó a preocuparse. Por lo que trepó a la rama más elevada del árbol más alto que encontró, sin darse cuenta -debido a su inexperiencia– que se encontraba demasiado seco y frágil para subirse, y desde allí comenzó a llamar a su familia. En algún punto empezó a angustiarse y lloró. Sus gritos de pánico sonaron roncos, lamentables e infrahumanos. No parecían ser de un niño. Estuvo así unas cuantas horas, hasta que la rama se rompió, entonces la gravedad lo atrajo hacia abajo. Sin embargo, no cayó, voló. En pleno aire se transformó en un gigantesco Urutaú y, estando a metros del suelo, se impulsó con sus enormes alas, devoró a un coatí que dormía en una rama a las cercanías del lugar y desapareció.
Me acuerdo que hace un par de semanas, mis compañeros y yo, vinimos de excursión a Misiones. Me quedé con mis amigos en la tercera cabaña de un campamento llamado Tejú jagua, como la criatura mitológica, ubicado a la mitad de la selva misionera y a mitad del reino de los coatíes, las víboras, los yacarés, los yaguaretés, el pombero y, pues claro, los urutaú.
Nos fue bastante bien en nuestra estadía allí, visitamos las cataratas, –como hace cualquier ser humano y no humano que pisa Misiones– las ruinas jesuitas, algunas tribus guaraníes locales, conocimos a un par de paraguayos que nos tocaron música folclórica sobre mitos de héroes y demonios del lugar. Creo que incluso conseguí novia, o no, que importa ya eso.
Con nosotros viajaron nuestros profesores: la Sta. Granleyer de geografía, el señor Vásquez de biología, la pelirroja de inglés de la que nunca supe su nombre y un tal Manuel no-sé-qué de lengua.
Sentados en círculo nos encontrábamos hoy tomando mate con chipas, eran alrededor de las ocho de la noche, esperando la cena. Compuesta principalmente de milanesas con ensalada rusa, creo. La Granleyer estaba charlando con Vásquez y la pelirroja sobre alguna posible actividad, un juego nocturno para matar –más bien descuartizar– el tiempo.
No sé a cuál estúpido se le ocurrió salir a jugar en la selva a mitad de la noche, en plena temporada de víboras, lo que sí sé es que lo anunció la de inglés entre chistes baratos y sorbidos de mate. La idea consistía en dividirnos en cuatro grupos, cada uno con una lista de animales y plantas que habitaban la selva misionera. Y el que hallara más, antes de la hora de cenar, ganaba.
No tengo idea de quién terminó ganando, lo que sí recuerdo es que estuvimos media hora yendo de aquí para allá, cada grupo con su respectiva lista: oyendo, observando y persiguiendo los objetos a encontrar. En aquel momento no me di cuenta que nos veíamos como idiotas, pero en la idiotez está la diversión así que…
Aparte del palo borracho, no me acuerdo que plantas le tocaron a mi grupo aunque, con respecto a los animales, tengo entendido –pues no presté mucha atención– que encontramos a un par de coatíes durmiendo, un gato montés, un zorrino, una tortuga muerta –que aun así contaba— y, creo yo, que también un oso hormiguero. Las listas no eran tan diferentes entre sí, tarde o temprano llegamos al empate. A cada grupo le faltaba encontrar un solo animal para ganar y lo buscaron desenfrenadamente. Iban de alfa a omega, de aire y tierra, inclusive observé a alguno que otro subiéndose a los árboles y mover sus orejas como antenas para rastrearlo, sin embargo, nada funcionaba. Se podía percibir en el aire la angustia de no aparecer luego de otra media hora buscando a ese único ser vivo. Necesitaban encontrarlo, un diez de nota como premio estaba en juego. Lo molesto, lo jodido, lo estresante, lo verdaderamente desgarrador del asunto es que sabíamos que ese animal se hallaba cerca. Podíamos oír claro su lamento. De hecho, ¡se escuchaba en todo el universo! Hubo uno, tal vez fue Pedro quien dijo: “¡Lo escucho, está allí!”, apuntando a un árbol a las cercanías de la cabaña. Otra, posiblemente Gisela respondió: “¡No es cierto! ¡Está por ahí!”, señalando la zona cercana al río. Sin embargo, todos se equivocaban, no querían admitir que el ensordecedor sonido provenía de todas partes, o de ninguna, como si estuviera llegando de algún lugar más allá de nuestro mundo. Sólo los dioses y demonios sabían en dónde. Sólo ellos sabían dónde estaba el Nictibio Urutaú.
De repente, me encontraba solo. Mi equipo se alejó creyendo seguir una falsa pista. Y yo, desorientado, me perdí en la oscuridad de la selva misionera, ¡Y entonces…!
A lo lejos oí el melancólico llanto del ave, a un volumen superior al resto. Lo seguí hasta una parte calurosa, con árboles secos o hasta muertos, otros incluso quemados. Sentí una presencia en todos lados, como si vigilaran. Mi corazón comenzó a latir con mayor frecuencia, mis piernas se empezaron a cansar y temblaban. Una gota de sudor se deslizo desde mi cabello hasta el rostro, cayendo sobre mi nariz, levante la mirada creyendo que llovía, pero no había nubes, tampoco luna, ni siquiera estrellas, era una penumbra que se esparcía por miles de kilómetros. La voz del urutaú parecía sonar al lado de mis oídos y me aturdía. Comencé a marearme, la paranoia me invadió, veía ojos vigilándome en cualquier esquina, escuchaba cosas extrañas aparte del lloriqueo del fantasmal pájaro, lloriqueos humanos que se deformaban tanto que sonaban sobrenaturales. El calor aumentó paulatinamente a un nivel que me tendió de rodillas por cansancio. Entonces mire hacia arriba, y con un horror que me heló la sangre, observé un oscuro árbol rodeado de infernales llamas y en la rama más alta, camuflado a simple vista, hallábase sentado un enorme urutaú que –dándole honor a su nombre– tenía una presencia maligna, ojos amarillentos que penetraban el alma y un pico abierto de tal manera que parecía sonreír ante mi infortunio.
Ahora lo veo, cayendo en picada hacia a mí. Y yo, esperando a que me devore.
Créditos de la imagen: Wikimedia, Alissondias, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:M%C3%A3e-da-lua-gigante_%28Nyctibius_grandis%29.jpg
Nació el 26 de marzo de 2003, en Sáenz Peña, en donde sigue viviendo hasta el día de hoy. En el año 2021 ganó el primer lugar en el I Concurso de Poesía y Narrativa Infanto-Juvenil “Semillero de Voces”. En 2022 participó en un concurso nacional de crónicas de viajes y, pese a no haber ganado, fue incluido en la antología en formato e-book “Crónicas Viajeras”.
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