LXIII Edición: Temporada de lluvias

La lista

No estaba muy segura si todo esto había sido en respuesta a mis deseos, la cuestión es que un día al entrar a la cocina de mi casa, mi papá estaba sentado a la mesa en el mismo lugar en el que se sentaba cada vez que venía cuando estaba vivo. Si no recuerdo mal, las últimas veces que lo llevamos a casa, no podía sostenerse, así que se había tenido que quedar en la silla de ruedas. Pero ahora estaba en la silla de la cabecera, tarareando cascabel….cascabelito... Me di cuenta que cuando llegaba a los agudos del tango, subía las cejas y miraba para arriba, como apuntando a la tela de araña del ángulo que hacen las paredes y el techo. Me quedé unos segundos tratando de entender y cuando por fin pude acomodar mi vista lo miré un poco mejor. Estaba bastante más gordo, más compuesto- como decía mi mamá-pero tenía los mismos anteojos que usaba los últimos meses de su vida. Imposible confundirlos, un poco por la forma de triángulo rarísimo que tenían y otro poco por cómo dejaban ver el gris de sus ojos. ¿Qué hacés acá, pá?

Me miró como me miraba cuando creía que estaba bromeando y cuando se dio cuenta que era en serio, hizo ese gesto que hacía cuando se enojaba y gritaba finíshela en ese símil italiano que había aprendido hablando con sus clientes en el negocio de repuestos de moto. Tantas ganas de mimetizarse tenía mi papá que los atendía como si fuera un actor, dejándolo todo en escena.

Le preparé un café con leche y unas tostadas con jamón y queso blanco y sin detenernos demasiado en los detalles, le dije que seguro esto tenía que ver con la lista de deseos que tenía pegada en la puerta de la heladera. La busqué debajo de la cuenta de la verdulería y se la mostré.

No tenía mucho sentido seguir buscando explicaciones así que le armé la cama en el sillón del living, imaginando que pasaría después de esa noche, si se esfumaría sin avisar, del mismo modo que apareció o no. Pero a la mañana siguiente seguía ahí. Y cuando se levantó para ir al baño toqué las sábanas para ver si estaban tibias, y sí. Y el acolchado también. Eso me hizo sentir que algo había empezado, o que  seguía después de un intervalo de un par de años.

Era raro, porque yo estaba un poco contenta pero incrédula. No sabía si hablarle normal o hacerme la eufórica. Me preocupaba darme cuenta si valía la pena hablarle de cosas importantes, de temas que habían quedado sin resolver entre nosotros o era perder el tiempo porque  se iría enseguida. En el primer viaje en auto que hicimos los dos, mi papá quiso manejar y yo en vez de preguntarme cómo era que mi papá había vuelto a la vida y quería manejar mi auto, me preocupé por encontrar la forma delicada de contarle que había tirado su licencia cuatro o cinco años después de su muerte; así que le dije que mejor no, que el auto tenía un poco dura la dirección y que le iba a costar estacionar.  

A los tres meses de estar en casa a mi papá se le antojó comer unas crackers sin sal. Al pedo, pensé, si está muerto…no le va a hacer nada el sodio, pero aproveché para ir al súper al que le gustaba ir a él y comprar unas cositas para el cumpleaños de mi hija.

Cuando entramos a la góndola de los aceites y la vimos a mi mamá cambiándole la etiqueta del precio a un frasco de mayonesa, no me sorprendí mucho. Menos se sorprendió mi papá. Lo que sí recuerdo es que la miró mal por lo que estaba haciendo. De repente, me encontré otra vez en medio de una pelea entre ellos. No podía ser, con todo el trabajo que me había llevado ordenarme la cabeza. Obvio que me puse contentísima de ver a mi mamá. Ella era mi muerta principal. Me la había pasado casi veinte años soñando con ese momento. ¡Volviste! Le decía siempre, y me despertaba entre contenta y llorando. Mi mamá dejó la mayonesa, me abrazó y me corrió el flequillo para el costado y me dijo, como me decía siempre, te endulza el rostro. Yo me emocioné un poquito y me olvidé por un rato de las peleas entre ellos. Y ahí estábamos los tres en el Renault 12 celeste, saliendo del súper de Ugarte, yendo para mi casa. Tenía una frazada doble en el armario para darles. Con la ropa de mi mamá no habría tanto problema. Algo de ella tenía guardado, lo que se salvó de la polilla. El tema era la ropa de mi papá. De eso no tenía nada, así que pasamos a comprarle unas cositas por los negocios de la avenida. Al volver, metí todo en el lavarropas y los acomodé a los dos en la pieza de arriba. A mi mamá le vi medio seca la piel de la cara así que le dejé mi crema humectante en la mesita de luz.

Para fin de año todo parecía estar firme. Ninguno de los dos se había evaporado, pero estaban raros. Hablaban mucho de cuando eran chicos, se acordaban de detalles insignificantes, repetían anécdotas. Un día, cuando pasamos por la puerta de la casa de soltera de mi mamá, mi abuela nos saludó desde el balcón. Ondeaba la mano llena de harina y nos decía que la esperáramos, que bajaba y se venía a mi casa con nosotros. ¿Qué más podía querer yo? Tener a mi abuela de nuevo para verla amasar, para mirar juntas las novelas venezolanas del mediodía. Cristal y la mala de Verónica Castro que al final era la madre, pobre. Cuando bajó mi abuela traía un bolso chiquito, tan chiquito  como ella. Y el sillón se volvió a ocupar. Cada vez que los miraba a los tres pensaba en lo poderosas que eran mi mente y mi lapicera ; que con solo desearlo y escribirlo en una lista había logrado revivirlos. Pero mi abuela se traía de las suyas y no tardó en convocar a su papá a mi casa. Me gustó la idea. Iba a poder escuchar las historias de mi abuela de primera mano. Le mostré mi casa. Él me seguía con dificultad. Me pareció que le temblaban las piernas. Empecé a contarle un poco de mí y de mi familia pero él ni se dignó a hacerme algún comentario. Serían las ganas de escuchar su voz, porque para mí él era solo una foto muda, así que fue raro cuando habló para pedirme un terrón de azúcar para el té, me decepcionó un poco. Me había imaginado que tendría una voz ronca, pero era más bien una voz de pito que me sobresaltó. Cuando terminamos de merendar se puso a hablar con mi abuela y, para variar, mi mamá y mi papá se empezaron a pelear de nuevo. Saqué el catre del pasillo para mi bisabuelo y me fui a comprar unas sábanas de una plaza para que pudiera acomodarse. Ya me veía venir que esto iba para largo.

Con el correr de los meses se fue complicando el uso del baño y decidir los menús. Para colmo mi bisabuelo quiso traer a su primer hijo que había muerto dos días después de nacer, así que también tuve que conseguir pañales, mamaderas y le improvisé una cuna al lado de mi abuela. Con el bebé en casa ya casi ni podíamos hablar y todo olía mal.  

Mi tía quiso venir también porque adoraba a mi papá. Le puse unos almohadones al lado de mi abuela pero me parece que no le cayó muy bien. Igual me cuidé de ponerle una funda con voladitos a la almohada como a ella le gustaba, y  por unos días se conformó. Pero empezó a llorar por su marido muerto y al poco tiempo la vi organizar la lista de compras, los espacios, los horarios del baño para hacerle un lugarcito a él en sus almohadones. A esta altura, me preguntaba qué debería hacer con la lista que tenía en la puerta de la heladera, pegada con el imán del delivery de la pizzería.

Créditos de la imagen: Pixabay, valed, https://pixabay.com/photos/auto-renault-12-gordini-blue-2781730/

4 comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.