LXIII Edición: Temporada de lluvias

Siempre ha sido así

–Bueno Curro, en las próximas tres corridas los toros han de estar bien desmochados.

Curro sabe que ha oído bien. No sería la primera vez que les quitara el veneno a las astas y a buen seguro tampoco será la última, pero las palabras de don Manuel no eran las que esperaba. No se trata de un ligero retoque en la almendrilla o diamante, la parte dura del pitón. Lo que el ganadero le está pidiendo es que el serrucho ataque más abajo, hacia la pala.

Curro vacila. Quizás debería callar, pero los toros de lidia son su vida y en la vida hay fronteras que no se deben cruzar, igual da que se trate de personas o animales. Así se lo hace ver a don Manuel.

–Coño, Curro. A ver si te vas a poner ahora sentimental. El empresario y el torero mandan y el ganadero cumple. Siempre ha sido así. Además, siempre hemos dicho que el toro, en el campo, se rasca el cuerno contra superficies duras para calmar la comezón del hormiguillo.

–Siempre se ha afeitado, don Manuel, pero usted está hablando de podar al animal como si de un olivo se tratara. Fue usted mismo quien me enseñó los límites que debería tener la práctica del afeitado. Y deje que le recuerde que, en más de una ocasión, le he oído decir que antes mandaría las reses al matadero que tolerar el fraude.

–¿Vas a seguir porfiando? ¿Olvidas quién te da de comer a ti y a tu prole?

–No, don Manuel no lo olvido. Es usted quien parece haber olvidado todo lo que siempre ha defendido.

Sorprendido por las reticencias de su mayoral, el rostro del ganadero se ha ido encendiendo a medida que avanzaba la conversación. Conoce a Curro desde que era un renacuajo y siente un gran aprecio por él, como antes sintiera por su padre, pero hay cosas que no se pueden consentir.

–Mira, Curro, faltan quince días para la primera entrega. Por la estima que te tengo te estoy perdonando la vida, pero escucha bien, tienes dos opciones, preparar el cajón de curas y afilar los serruchos o cargar la furgoneta con los muebles y tu familia y salir cagando hostias de mi hacienda.

Nada más dictar sentencia, el patrón sube al jeep y se aleja hacia la casa grande. El mayoral lo ve alejarse por la pista alquitranada mientras por su cabeza discurren a cámara lenta algunas de las cosas que aprendió del ganadero y en las que se ha cimentado el respeto que, hasta hace tan solo unos instantes, ha sentido por él. Mira Currito, escucha decir al ganadero en la sal de la vida, si al toro se le tocan las defensas ya no es el mismo. A veces, se le afeita unos centímetros introduciéndole en el cajón de curas y serrándole el asta con un serrucho. Es una pequeña trampa, pero ayuda al matador disminuyendo el riesgo de ser corneado mortalmente.

Le tiene que doler, recuerda haberle respondido el pequeño Curro. A mí me duele cuando me corto o me araño con el espino de las alambradas.

Curro recuerda la sonrisa del patrón ante su inocente respuesta. ¿Sabes cuándo le duele, de verdad?, le escucha decir. Cuando se corta desde más abajo y se afectan venas y nervios. Eso le produce un dolor intenso y lo demuestra berreando y pateando desesperadamente. Recuerda, Currito, ese dolor es mucho mayor que el que experimentará durante la lidia y sabes, por qué. Porque encerrado en el cajón no tiene ninguna posibilidad de defenderse.

El jeep se ha perdido en la lejanía, pero la voz del ganadero todavía retumba en su cabeza. Cuando se le suelta del cajón, ese toro ya es otro animal. Ha perdido el tacto, los muñones le queman y pueden infectarse, pierde el apetito y duerme mal, pero lo peor de todo es que sufre un derrumbamiento psicológico, sabedor de que ha perdido el símbolo de su bravura y poderío. De verdad te lo digo Currito, antes que eso mejor llevarlo al matadero.

Curro valora la situación. Ha vivido toda su vida en la hacienda. No sabe hacer otra cosa y no podría vivir sin estar rodeado de toros bravos. El patrón ha sido claro. Tiene dos opciones, le ha dicho, pero en realidad sabe que solo tiene una.

Van pasando los días. Desde la discusión, Curro no es el mismo. El patrón, al que no ha vuelto a ver desde entonces, bien puede estar satisfecho. En un par de horas podrá disponer de los animales de las tres malditas corridas. Será en cuanto termine de mochar al último de los astados. El último al que, tras cortar el tuétano y hacer sangrar el asta, le contenga la hemorragia taponando el orificio con una astilla insertada a golpe de mazo. El último al que reconstruirá los pitones con ayuda de una escofina que volverá a producirle dolor. El último al que ennegrecerá las puntas con grasa negra en un intento de disimular el raspado y devolver a los pitones su color natural.

Don Manuel no es de los que consiente un desaire. Pese a ello, Curro espera volver a ganarse la confianza del patrón y durante los días que ha durado el trabajo, los rostros de Lola y sus cinco churumbeles no han desaparecido ni un solo instante de su cabeza. Le dolería en el alma abandonar la dehesa, pero lo que tenga que ser será. Al fin y al cabo, siempre ha sido así.

Tan solo un par de días y se lidiará la primera de las corridas. Cuando el reloj de la plaza marque las cinco en punto de la tarde las cuadrillas harán su aparición en el ruedo, pero Curro no disfrutará de los destellos irisados de sus trajes de luces. Por primera vez en su vida no estará presente durante la lidia de los toros que ha alimentado y visto crecer y a los que conoce igual que a sus propios hijos. Tras el castigo que les ha infringido no se cree con derecho a hacerlo.

Quien quiera tener señal de él deberá acercarse a la dehesa. Lo encontrará disfrutando, a buen seguro, de la visión de los afilados pitones de los astados que todavía tienen la suerte de ser dueños de toda su bravura y poderío.

Don Manuel contemplará el paseíllo disfrutando del habano que sujeta en los labios. Allí esperará impaciente la salida del primero de los mochados.

Lo hará con la esperanza de que las sospechas, que sin duda las habrá, no sean mayores que las de un pequeño afeitado y el deseo de que las faenas de los tres espadas les otorguen las llaves de la puerta grande. La misma en la que, en el gran cartel anunciador del festejo, todo aquel que haya querido habrá podido leer que “el ganadero garantiza que las astas de los animales no han sido despuntadas ni sometidas a manipulación fraudulenta”.

Créditos de la imagen: Pixabay, KlausHausmann, https://pixabay.com/photos/stone-age-painting-wall-painting-2115390/

2 comments

  • María Elena escribió

    No soy aficionada a los toros ni conozco gran cosa del mundo de la tauromaquia, pero me ha sorprendido la riqueza de vocabulario con la que el autor del relato describe la dureza de ese maltrato al toro de lidia. Autor, por cierto, que ya me sorprendió gratamente con un artículo titulado EL VERDUGO, que le publicasteis el año pasado.

  • Rafael escribió

    Un relato estupendo que me ha hecho pensar no sólo en el mundo del toreo sino en la eterna lucha humana entre el buen hacer y el interés ruin. Enhorabuena a su autor

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