LXIII Edición: Temporada de lluvias

La ladrona experta

Esta mañana la primera plana del periódico tiene un titular interesante, “La ladrona experta”. Hace varias semanas el reconocido periodista Michael Blank empezó a investigar a una mujer no mayor de cuarenta años, madre de tres niños, que llegó a esta ciudad sin nada hace unos años y hoy es una de las mujeres más ricas. Su nombre es Emilia Parks y, aunque no hay denuncias formales, la comunidad le señala de ser una estafadora que se ha enriquecido a costillas de gente incrédula que ha invertido en sus múltiples empresas.

La reseña del periódico es la historia que Emilia amablemente ha decidido dar a conocer a través del señor Blank, en la que relata su vida antes y después de llegar a esta ciudad:

“Yo nací en un pequeño pueblo a unas cuatro horas de aquí, poblado mayormente por hombres dedicados a la minería, pero no de esos de saco y corbata que tienen en su poder las escrituras de las minas, sino de los que trabajan para ellos, que pasan la vida llenándose los pulmones de polvo para traer al menos unas pocas monedas a casa.

No tuve hermanos, mi madre murió cuando nací, solo éramos papá y yo contra el mundo. A mis veinte conocí a un caballero muy dulce del que me enamoré, él venía de otro lugar, era elegante, educado, me compró una casa allí mismo en mi pueblo, viajaba mucho. Tuvimos tres hijos, yo le esperaba con ansias que llegara de sus viajes de supuestos negocios, hasta que me di cuenta de que yo era la segunda, tenía una esposa, sus viajes eran para estar con ella y que no sospechara que mis hijos y yo existíamos.

La siguiente vez que regresó de su viaje lo enfrenté y no pudo negarlo, nunca más volvió. Me quedé con tres chicos, sin esposo, con un padre anciano que apenas si podía ayudar en las labores más simples de la mina, y en contra de su voluntad, con tan sólo la ropa que tenía puesta y algunas monedas, me vine a la ciudad, para intentar encontrar algún trabajo. Era eso o esperar a que el hambre nos matara en el campo.

Así fue como llegué aquí, sin dinero, sin contactos, sin saber hacer nada más que las labores del hogar y con tres niños, pero pensé que, si un hombre como el, que había sido mi marido, tan ruin, tan mentiroso, capaz de sonsacar a una muchacha de pueblo y que había logrado triunfar y hacer dinero en la capital, pues yo también podía hacerlo, y debía hacerlo, pues ahora sin su ayuda mis hijos y yo únicamente teníamos para comer lo que nos habíamos metido en los bolsillos antes de salir de casa.

Toqué todas las puertas posibles los primeros días, preguntaba si necesitaban que limpiara algo, les cocinara, o arreglara su jardín, pero desde luego nadie deja entrar a una extraña a su casa, y mucho menos con tres niños. Dormimos en la plaza el primer mes, ya tenía planes de regresar al pueblo y esperar la muerte, pero una noche que la policía custodiaba el parque y no pude quedarme allí, a hurtadillas entramos al patio de una casa, rogando a Dios que no nos descubriesen y pasamos la noche allí entre los arbustos. Ese día inició lo que la gente llama mi cuestionable éxito.

Los dueños del patio en el cual pasé la noche eran una pareja mayor, vivían solos, tenían tres hijos, ya todos estaban casados y tenían sus propios hogares. Mientras mis niños dormían, yo espantaba los mosquitos que trataban de picarles y escuchaba la conversación de la pareja. Él había trabajado de albañil durante años y ella era amante de la cocina, él siempre había traído el sustento a casa. Sus hijos los mantenían ahora, pero ella sentía que le faltaba algo, siempre quiso tener su propio negocio, pero no se estilaba que las mujeres como ella, casadas y con niños, trabajaran.

Ella hacía unas mermeladas excelentes, tanto que sus amigas cuando tenían visitas o algún evento le encargaban de éstas para ofrecer a sus invitados. Ella se las hacía con todo gusto, gratis, tenía la receta secreta de su abuela, y escuché entonces a la anciana recitar la fórmula: azúcar, agua y el ingrediente más importante, frutas silvestres. Esas daban mejor sabor, se iba a recogerlas por los caminos a las afueras de la ciudad. Ahí crecían a la vista de todos, sin que nadie las tomase en cuenta. Ella las recogía, las mezclaba con el agua y el azúcar y las envasaba en esos frascos de vidrio que todo mundo desecha y que se consiguen por montones en cualquier parte. No era nada extraordinario, pero eran deliciosas y quizás pudo haber sido un negocio del que se sintiera orgullosa, en cambio, pasó la vida haciendo lo que se esperaba de ella y, ahora a su edad, no tenía fuerzas para intentarlo.

El siguiente día no podía volver a dormir en el patio de esa casa, era necesario moverme. Encontré otro patio disponible, tenía muchos árboles, ideal para esconderme con mis niños. Vivía allí un hombre que salía en las mañanas al patio a recoger las hojas, y hablaba consigo mismo de cuánto tiempo había desperdiciado. Él una vez quiso ser escritor, escritor de cuentos, le encantaba la magia, la fantasía, pero su trabajo como contador no le dejaba tiempo y hubiese sido una locura renunciar a un trabajo estable y razonable para escribir cuentos para niños. Ahora los fines de semana se los contaba a sus nietos para entretenerlos un rato, pero, se preguntaba, ¿qué tal si lo hubiese intentado?

Dormí en los patios de varias casas por varias semanas. En otra la señora quería montar un taller de costura, pero el marido no la dejaba; en otra, el muchacho quería ser pintor, por la ventana vi alguno de sus trabajos, eran realmente hermosos, pero su padre era abogado y ya le tenía planificada la vida entera. Otro anhelaba ser payaso, animar fiestas, pintarse la cara, pero viniendo de una familia de médicos jamás le permitirían rebajarse.

Mi fortuna actual, señor Blank, no es suerte, ni estafa, lo primero que hice fue recoger esas frutas silvestres, robar azúcar, sí, robarla, no tenía para comprarla, y fui a la salida de los restaurantes a recoger esos frascos de vidrio desechados. Los lave e hice mermelada con la receta que había escuchado de la anciana. Me senté en una esquina y vendí las primeras diez en un día. Me sentía millonaria, nunca había visto tanto dinero en mi vida y corrí por más fruta. Mis hijos eran expertos en subirse a los árboles para tomar las mejores, luego fui a los restaurantes a buscar más frascos de vidrio y al siguiente día vendí veinte mermeladas más.

Pude comprarme maquillaje, unas pelucas y algunos juegos, entonces los fines de semana mis hijos y yo disfrazados, animábamos los cumpleaños de los niños de las familias ricas de la ciudad. Se extendió la voz y llegó el punto en que no teníamos ni un fin de semana libre. De lunes a viernes hacíamos y vendíamos la mermelada.

Mi hija mayor amaba los libros, con lo que ya había ganado, pude comprarle algunos y ella empezó a escribir historias, las contábamos a los niños en las fiestas los fines de semana, pero me armé de valor porque vi su talento y llevé sus escritos a una editorial. Publicaron su primer libro infantil.

Yo siempre fui buena para coser, ya habíamos podido alquilar un pequeño apartamento para los cuatro y me arriesgué a comprar una máquina de coser, a crédito desde luego. Al principio sólo remendaba vestidos o colocaba botones, después pude comprar tela, hice algunos vestidos de niña para vender y a la gente le gustó mi trabajo. En las mañanas mientras los niños iban a la escuela yo cosía, en las tardes vendíamos mermelada allí mismo en nuestro apartamento y los sábados animábamos las fiestas.

Yo no soy extraordinaria, ni la más inteligente, no robé ninguna fortuna, ni estafé a nadie como dicen, si algo robé fueron ideas, y me decidí a cumplir los sueños que otros no tuvieron el valor de ejecutar.”

La conclusión que dio el señor Blank al final de su reportaje fue que, si bien estamos en los años veinte, época de innovación, progreso y libertad, eso solamente lo obtienen aquellos que realmente se atreven.

Créditos de la imagen: Pixabay, sick-street-photography, https://pixabay.com/photos/gangster-bandit-mafia-thief-5210099/

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