LXIII Edición: Temporada de lluvias

No hay mal que por bien no venga

Tu nombre, un susurro, una punzada en las sienes que se propaga como telaraña hacia la nuca. Abres los ojos. No reconoces la oscuridad. Pruebas cerrar los ojos pero el dolor de cabeza ya está ahí, es un hecho. Te giras sobre la cama. Abres los ojos nuevamente: la sombra de una mujer, sentada junto a la ventana, amamantando al niño. Su voz de arena repite tu nombre. Ahora la reconoces, la habitación del hotel. Y a ella, tu mujer, que dice: hay alguien afuera.

Fue idea tuya. El pretexto te lo dio el calendario: celebrar el primer mes de vida de tu hijo. Encontraste en internet, buscando excusas, un precio de rebaja. Habitación familiar con cocina y terraza. Balneario “Piedras verdes”, un sitio vulgar, decrépito. No dudaste en forzar la tarjeta de crédito. Sólo una noche, dijiste, una breve escapada para todos, pensando en un respiro para ti. Tu mujer torció una sonrisa, cansada, en vano, porque ya habías hecho la reservación.

El auto compacto, alquilado. Te tomó casi media hora instalar la silla del bebé. Ese retraso, esa torpeza, pisotearon tu incipiente buen humor. El trayecto fue breve, archipiélagos de silencio en un océano de alaridos. Tiene cólicos, dijo tu mujer, ensayando una caricia que no quisiste aceptar. Resignado a la existencia del crío, a su condición pasajera de cachorro, exageraste el blanco de tus nudillos apretando con fuerza el volante.

El balneario parecía desierto, poco más que abandonado. Recordaste, entonces, que era martes. La habitación: grande, obscura, aceptablemente hedionda; la terraza: amplia y austera, magnífica. Te instalaste ahí, en la hamaca de la terraza, y te quedaste dormido con el libro abierto sobre el pecho.

Tu mujer te despertó pasadas las tres de la tarde. Le viste el rostro ajado, con grietas: olvidaron empacar los pañales. Con una súbita alegría, insospechada para tu mujer, te ofreciste a ir caminando hasta el supermercado del pueblo. En el trayecto, bajo un sol violento, ibas silbando tus grandes zancadas. Compraste pañales, pollo frito y dos botellas de vino.

Con prisa, tan pronto volviste a la terraza, descorchaste la primera botella. Tomaste asiento frente a la mesa de plástico, abriste la computadora e intentaste escribir algo. Nada. Ni una sola línea. La piscina del balneario, a la distancia, te pareció aceptablemente verdosa. Con sed sucia, acalorado, vaciaste la botella y no tardaste en comprobar, nuevamente, la correcta tensión de la hamaca.

Cenaron dentro, junto a la cama, en la mesa despostillada de la habitación. Tu mujer sonrió en tres ocasiones durante la cena. El niño, milagrosamente, dormía. Desganado, con restos de la hamaca sobre el rostro, aceptaste el pollo y rechazaste la ensalada, gozando hasta las migajas del precioso silencio.

Al terminar la cena volviste a la terraza para comprobar la solidez de la noche, la conocida caricia del fracaso. Manoseando el viento y los moscos, sobajando a escombros tus reparos, te convenciste de abrir la segunda botella y la computadora, en ese orden, y te fuiste deslizando poco a poco hacia el centro mismo de la silla. Lograste exprimir sobre el teclado cuatro líneas torpes, vanidosas, no exentas de un cierto brillo, indagando en tu pasado los posibles futuros que fuiste descartando con cada decisión que has tomado. Y seguiste bebiendo hasta que te creció por dentro un silencio blanco, dulce, que facilitó la única alegría factible a esas horas: exhibir tus dientes a través de una mueca dura, levantarte de la mesa con los codos, claudicar como sombra sobre la cama.

Hay alguien afuera. La voz de ella. En sus ojos descubres un destello animal, un miedo caliente. Eso te obliga a despegarte las sábanas del cuerpo, la culpa sórdida de tanta sed. Sí, ahí está, el dolor de cabeza. Pero ya también lo escuchas, el ruido: son risotadas y cristales, pisadas que crujen en la terraza, muy próximas a la ventana, a la silla donde tu mujer amamanta al niño en una esquina de la habitación. Piensas en saltar de la cama pero solo lo piensas. En cambio gateas sobre el colchón hasta llegar al precipicio mínimo, la orilla de la cama, y ahí te derrites como plasma sobre las sábanas húmedas, asquerosas, cuando la puerta que olvidaste cerrar con llave se desliza, se abre, y los gritos que ingresan por la rendija se ahondan, son piedras, lo abarcan todo, aunque después dirás que no fue eso lo que te fundió a la cama, el miedo, repetirás que fue algo más, la sombra de un destino particular, algo ineludible, casi una premonición: la más efectiva acumulación de todas tus derrotas. Dirás, mil veces, como rezo, que no hay mal que por bien no venga.

Créditos de la imagen: Pixabay, chefmoonu, https://pixabay.com/photos/kebab-wine-snack-food-barbecue-6524241/

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