El fin de la disciplina
XLVIII Edición (II Aniversario)25 de abril de 2022Me desperté a las nueve. Ya había logrado reaccionar con la primera alarma de las seis, pero calculé mentalmente el tiempo y decidí permanecer diez minutos más. Todavía había tiempo. No funcionó. Seis días seguidos dormí cinco horas, desperté a oscuras, comencé el trote y regresé a las 8:15 en punto. Cronometraba un incremento de velocidad durante los primeros tres entrenamientos, en el cuarto abrí la zancada hasta el tope y me lancé sin pensar durante los últimos tres kilómetros. El mejor tiempo de la semana, pero de ahí ya no pude recuperarme. En el quinto día se duplicaron los registros, en el sexto venía la revancha. El cuerpo me venció. La cabeza tenía voluntad, pero con el sólo querer no regresé a la rutina. Corre mientras puedas —pensaba— el cuerpo descansa, tarde o temprano. Elaboré el calendario para la semana siguiente: tres días de velocidad, dos de resistencia. La meta era llegar en el sexto hasta la cima del cerro. Músculos preparados, dos botellas de agua, tela de protección sobre el pecho para evitar que sangraran los pezones por el roce de la fibra de la playera. Que la voluntad sea eterna, o al menos hasta el final del camino, aunque las piernas se quiebren. No es la primera vez que practico la disciplina. Antes era una rutina de cien abdominales, café, una hora de latín, lectura de la prensa, sesión de matemáticas. Nada se detiene. Descanso de quince minutos al mediodía y jornada ininterrumpida hasta las tres. Comida, siesta, abdominales, lectura recreativa y vista al atardecer. Esbozaba la silueta de los volcanes todos los días sobre papel de algodón. No dibujaba nada bien, pero decía el psicólogo que era cuestión de práctica, nunca dejes de pintar por más mal que te salga. Si así lo decía Jean Piaget, pues entonces a acatar la voluntad del profesor.
Junto a la computadora llenaba la mesa de hojas con pendientes. Cumplía el diez por ciento. Por algo se empieza, sin desesperarse, hasta el final. Con el tiempo se van tachando las tareas y avanzamos. Que así se va construyendo la humanidad, con el diez por ciento que van dejando los otros. La filosofía del diezmo y de los negocios piramidales. Con los objetivos claros, hasta el fin del mundo, de todo nuestro esfuerzo sólo quedan diez unidades y las otra noventa se van con nosotros. Pero sí, que seamos productivos. Me repetían lo mismo cada vez que despilfarraba cualquier recurso. De la disciplina nace la riqueza, pero sigo sin ver ese talento de las seis de la mañana. Mejor bebamos fresco y despertemos a las diez, dejemos nuestro esfuerzo del mediodía para el mundo y a las dos de la tarde regresamos al descanso. Eso sí, a quién pregunte, aquí pura disciplina, de la que no deja dormir ni tomarse una tarde sin culpa. Termino algo y ya quiero empezar lo siguiente. Sí, la disciplina es un camino que lleva al precipicio. ¿Qué tal si mejor comienzo a subir el cerro por la tarde y me agarra allá arriba la noche? Improviso una cobija y me duermo hasta el día siguiente. De corrido al menos hasta las nueve y a esa hora a seguirle sin sueño. La disciplina del buen dormir y del irrestricto respeto al descanso. Esa sí que perdura de generación en generación. Llega hasta el final de la vida y queda como recuerdo en el epitafio. El que duerme bien, despierta bien disciplinado, sin más órdenes que cumplir que las del despertador de las once que ya suena innecesariamente porque uno lleva media hora desayunando. El café de las 11:30 con el periódico en el jardín bajo el sol. La disciplina del entomólogo o el observador de pájaros. Observar sin distraerse, como el escribir hasta que el cartucho de tinta quede vacío o hasta que los borradores de textos comiencen a ser indescifrables porque uno se va quedando dormido. De esa disciplina queremos, la del ver un cerro a la distancia hasta que oscurezca. Uno también debe seguir escribiendo, aunque lo haga mal, así lo predecía Piaget. Con disciplina, el escritor un día al fin comenzará a hacerlo bien. Entre más disciplina le pone uno a la literatura, de esa de empezar a las ocho en punto hasta pasadas las doce con un objetivo de dos mil palabras por hora, entonces, ¿menos errores tiene el texto? Insistía mi psicólogo en que había que ser terco, aunque se fuese recurrentemente malo. Para escribir mal no importa la hora de comienzo. La disciplina tiene que ser así, con un poco de desesperanza. Escribir a deshora, saltarse los entrenamientos, subir un cerro sin estar preparado. Hacer cotidianamente lo mismo hasta quebrarse, sin objeciones, y sin ninguna otra posibilidad realista de terminar con un mejor desenlace que quedar profundamente dormido.
Créditos de la imagen: Pixabay, 12019, https://pixabay.com/photos/running-water-outside-mud-muddy-81715/
Adrián Hernández Santisteban
Letras tropicales
Editor de La idea lista
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