LXIII Edición: Temporada de lluvias

Rojo

Volví a escribir luego de la muerte de mi padre. Pasé días sombríos, cualquier rastro podría interpretarse como evidencia. Pero soy escritor y me es inevitable querer contárselo al papel, así que esperé a que Aimé se fuera a dejar a los niños a la escuela para poder tomar nuevamente entre mis manos la libreta de piel que casi se termina y mi pluma. Ella, sabiendo lo unidos que éramos, decidió cumplir mi deseo. Al verlo dormir (aunque en realidad no dormía) tomé su mano con dolor y angustia y, sin pensarlo de nuevo, me abracé a él: acción que ocasionó un enorme alarido por parte de los espectadores. “Pobre de su hijo, está inconsolable” dijo una de las amigas de mi mamá. Justo ella fue quien me separó del cuerpo. La pistola ya estaba en su espalda, ahora nadie encontraría el arma homicida. Después de recomponer por mi propia mano el cadáver, fue bajado ceremoniosamente, ocultando para siempre lo sucedido.

Y claro que lloraba, porque las habladurías eran ciertas: yo era cercano a mi padre. Tan cercano que llegamos a odiarnos. La cercanía no es sinónimo de paz, por el contrario, creo que es la forma más torturante de odiar a una persona. Y con mi padre fue lo mismo, siempre pedía verme en la casa roja (así le llamaba al garage que estaba separado de la casa y que había convertido notablemente en su oficina) para discutir sobre un acontecimiento diferente dentro de la familia, el negocio que aún tenía con su mejor amigo o las noticias nacionales y mundiales. Pero el final de la conversación siempre era mi mala decisión de mujer, mi trabajo o su testamento. Confieso que muchas veces pensé en dejar de visitarlo, pero mamá era tan necia, decía que no soportaba la idea de no verme todos los días, a mí o a sus nietos, pero siempre creí que era porque no toleraba convivir con mi padre todo el tiempo. Era bien sabido que los días en que no podía visitarlos, mi padre no salía de la casa principal y utilizaba a mi madre como vertedero de pensamientos, casi un monólogo de diferentes temas que no permitían entablar una conversación real.

Así pasé los últimos cuatro años, yendo a casa de mis padres después del trabajo, conviviendo con sus comentarios doble sentido hacia mi vida, las peleas de regreso con Aimé por seguir aún con sus insistencias por no hacerlo, mi madre llorando en la sala cada vez que le decía que no quería verlo más. Todo era un desastre para mí en ese momento, me sentía presionado, frustrado, mi padre no dejaba de mirarme con desaprobación y lo seguía soportando. No quiero justificarme. En caso de que esto se lea, simplemente quiero reconocer en mis letras las emociones que dejé pasar en ese momento, o de las que tal vez no me volví lo suficiente consciente como para arreglarlo. Soporté más de lo que cualquiera podría.

Pero todo tiene un límite y ése fue hace cinco días, cuando me amenazó con quitarme del testamento para que ni mi familia ni yo gozáramos de lo que él había construido. (Siempre contaba esa historia: sus múltiples esfuerzos por sacar adelante a una familia que, por venganza divina, todo tuvo en contra. La realidad era diferente, el amigo de mi padre fue el de la idea y éste, tacaño de nacimiento, le mostró no sólo el afecto que le tenía sino la confianza al fiarle todos los ahorros suyos para el negocio. Mamá siempre dijo que era el acto de amor más grande que había hecho por alguien.) También quería que ella se quedara en la calle, quería heredarle todo a su socio. El viejo deliraba de grandeza en ocasiones y lo tomé como eso, pero cuando sacó el papel impreso con todas las modificaciones y comenzó a leerlo con semblante burlón, todo el enojo que había acumulado se transformó en acciones (repito, no es justificación). No lo pensé mucho, simplemente saqué su arma del único mueble decente que tenía y le disparé. Fue un sonido ensordecedor, el movimiento en mi mano fue violento, creí que había fallado. Pero él ya no estaba frente a mí, la sangre corría y su cuerpo se encontraba tirado a lado de la silla, con los ojos abiertos y esa mueca de satisfacción que ponía cuando quería enfurecerme.

El caso se cerró como intento de robo a mano armada; no encontraron la pistola y el lugar lo había desordenado como si estuvieran buscando algo (incluso un ladrón se lamentaría al ver que el lugar no contaba con nada de valor). Mamá fue testigo en mi declaración:

Su madre dijo que salieron al mercado por dos horas, nos explicó su condición y como dependía muchas veces de usted para cargar las bolsas. – me dijo el oficial cuando me interrogaban, su semblante, pese a ser duro, tenía un dejo de compasión que sabía le había dejado la historia de mi madre.

El suceso coincidió con la captura de un hombre que se dedicaba a robar por las casas, pese a haber negado estar en la nuestra y mucho más, asesinar a un hombre, no lo han dejado libre.

No había comprendido por qué mamá me incluía en la versión que había dado, hasta que volvimos del velorio, cuando pasé a dejarla a la casa, vacía y tranquila. Era la primera vez que entraba sin la preocupación de tener que cruzarla para dirigirme al patio trasero. Le pregunté si quería quedarse unos días con nosotros, incluso Aimé se lo ofreció (se sentía preocupada por mi madre porque no la había visto llorar, imaginaba que el golpe no podía asimilarlo todavía), pero dijo que tenía cosas y recuerdos que cerrar ahí.  

Cuando nos fuimos, me abrazó y al oído me dijo:

Dejaste el papel en el escritorio, pero no te preocupes, ya no existe. Te amo.

La mirada de mi madre había cambiado.

Créditos de la imagen: Pixabay, Mariakray, https://pixabay.com/photos/vintage-gun-double-barrelled-gun-6756391/

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