LXIII Edición: Temporada de lluvias

Dos canciones sobre tres notas de 1909

Edmundo Garín, músico aficionado, pero director honorario de la Orquesta Sinfónica de la isla, cincuentenario del día, saludó a la gente del mesón con una mirada periférica, sin palabras, asintiendo con la barbilla y las cejas. Mientras esperaba el desayuno desdobló el diario de la isla y al cabo de ojearlo por encima, pues conocía de antemano el contenido, llegó su desayuno; se diría que el mismo desayuno de martes a domingo desde treinta y dos años atrás, pero no, cada seis meses a un año en promedio ─había observado─ el cocinero cambia y el contenido con él, aunque el platillo mantenga el nombre.

Mientras desayunaba, Edmundo Garín estaba porfiado con dos canciones que tenía muy presentes de algunos días y a las que acusaba de ser la misma canción, aunque no en la faceta de la emulación tramposa. Su intuición era pues, que se trataba de la misma canción cuya expresión musical en ambas piezas, era en apariencia diferente. Acto seguido, Edmundo Garín se enrolló las mangas y transcribió la letra de la primera canción en eldiario, al costado de una nota sobre la Banda de Guerra Naval. El veintisiete de febrero, la banda había ejecutado siete marchas militares con la precisión náutica de la institución armada, ante un público ataviado de fracs y vestidos formales, en un sábado totalmente soleado. Esto así ─la indumentaria─ porque el público esperaba escuchar a la Orquesta Sinfónica, no a la Banda de Guerra. Y de remate el calor, seguía la nota, pues el público fue trasladado del auditorio a los jardines, donde tuvo lugar el evento. En el entretiempo se presentó a los perros entrenados, haciendo todo género de trucos.

Transcribió después la letra de la segunda canción en otra página del diario, entre las líneas en blanco de una nota sin autor que relataba hechos del veintiocho de febrero, día en que un conjunto de música tropical se presentó ante un nutrido y ordenado público marcial, que tenía entre sus presentes a diversos rangos de la onceava zona naval militar, de soldado raso a coronel. Los elementos castrenses, según la nota, escucharon firmes e inmutables la música guapachosa. Algunos refirieron, al término del evento, que se encontraban de servicio, sin órdenes superiores para bailar y mucho menos, dentro del auditorio donde los acomodaron, de pie codo a codo.

A las ocho de la mañana, Edmundo Garín miró el reloj y con solemnidad siguió el segundero durante cinco minutos hasta que atravesó, como un atleta, las ocho con cinco. Ronroneó el momento, mirando a través de la ventana a un hombre que parecía disfrutar sobremanera el sol de la mañana, y más allá, los comercios del poblado en fila: ahí la miscelánea de Conchita, allá la carnicería de Eugenio, por allá la cremería de Carmen, hasta allá el bufete del licenciado Augusto, junto al consultorio del doctor Díaz, frente al escritorio público de Felipe, y al final la imprenta, la maderería y el rastro. Todos, oficios y negocios heredados. En cuanto a Edmundo, él aprendió de su padre los artificios de la impresión y de él heredó la imprenta, junto con su hermano. Pero, Edmundo tenía otras aficiones y era, además, repelente a la regencia de negocios. De modo que vendió su parte de la imprenta en cuanto apareció un comprador, aunque a condición de ser contratado en ella como un obrero más, de permitírsele un horario compatible con la orquesta y de jubilarse a los cincuenta años. Es justo decir que, de unos diez años a esa fecha, Edmundo había relajado la disciplina, pero su práctica en el oficio era tan amplia que compensaba, pues lo mismo diseñaba misales, tarjetas de presentación, calendarios exfoliadores o folletos, que rotulaba propagandas de carnicería, cosía libros o encuadernaba recetarios.

Tras varias vueltas a las canciones, Edmundo finalmente decidió transcribirlas una frente a otra, con alguna notación musical rudimentaria, para compararlas. Lo hizo en una zona despejada de la tercera página del diario, encima de un memorándum ―para entonces poco comunes― sobre un caso de pena de muerte, marcial por supuesto, pues en toda la nación, con excepción de la isla, hacía mucho que estaba prohibida. Otra suerte eran las ejecuciones militares, que se cumplían a la letra porque la guerra, aunque capitulada, seguía fresca. El memorándum decía que el lunes primero de marzo, se apersonaron efectivos para llevar a cabo la ejecución ordenada por un juez militar, programada para las dos mil horas del veintinueve de febrero. En esto estaban cuando el defensor público, un hombre de pocas glorias y mucha edad, les hizo ver que ese año no era bisiesto y que estaba transcurriendo en ese mismísimo momento, secretario de actas y testigos presentes, el primer día de marzo. «Su señoría» concluyó el defensor, con histrionismo acartonado: al no haber sido ejecutado el día exprofeso, se entiende por ley que opera el perdón y el reo debe ser puesto en inmediata libertad. Dicho y hecho.

Fue entonces que Edmundo Garín lo advirtió: no se trataba de un aspecto melódico sino gramatical, puesto que en ambas canciones se usaban las mismas palabras, en otro orden sí y con otro sentido también, pero todas las palabras de la primera canción concordaban con las palabras de la segunda, sin mucho esfuerzo, acaso verbalizando algunos adjetivos, sustantivando estos verbos o adjetivando aquellos sustantivos. Para verlo con claridad, trazó una línea conectora entre las palabras vinculadas, hasta que formó lo que parecía una telaraña sobre un mapa. –Clarísimo— pensó.

Satisfecho, dejó la propina bajo la taza de café. Eran las ocho con treinta minutos, Edmundo Garín se colgó en un brazo la maleta de partituras y cuadernillos y, bajo el otro, apretó el diario. La cuenta la pagaría a mes vencido, como siempre. Afuera respiró hondo, le hizo una seña con la mano al hombre que disfrutaba el sol y éste le respondió asintiendo con la barbilla y las cejas.

Créditos de la imagen: Pixabay, andreas160578, https://pixabay.com/photos/printing-house-printing-industry-2159700/

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