LXIII Edición: Temporada de lluvias

Ese deseo fugaz

Nos podemos tomar muy a pecho esa frase de que el que ama no puede pensar porque todo lo da. Y, por eso, los carmelitas subían sin zapatos hasta la parte más alta del cerro porque si querían pensar no podían andar dando de todo en las partes planas del Valle. Cómo los jodían. El infierno y el paraíso son para siempre, se repetían una y otra vez. Para llegar a cualquier de los dos, hay que trabajarle. Algo abonarían a la causa unos meses de retiro. Allá arriba, en las alturas, sólo habría pinos, o ni eso, tan sólo unas piedras porque luego los árboles ni crecen. Con que aguante el cementante y no se caigan las paredes de la ermita, la vida continúa. La verdad es que parecía manía la de andar coronando el cerro. Ya los pueblos de abajo estaban bajo su evangelio, pero ahora con la cima mandaban un buen mensaje: sobre ellos nadie, bueno, tal vez Dios, pero ya sobre los 3700 metros, tanto Dios como ellos comparten las mismas visiones.

Ese deseo fugaz, pensaba Gregorio, el anacoreta. No recuerdo si también era carmelita, pero sí que pensaba que la vida era tan fugaz y que por eso él se la pasaba viendo el techo de la ermita pensando en lo trascendente. Veía desde la puerta la punta de los oyameles. Menos fugaces que yo, pensaba. Los religiosos se turnaban la guardia desde la cima del cerro, podrán haber conquistado como orden religiosa toda la sierra pero ninguno de los miembros aguantaba arriba más de dos semanas. Cuando les entraba la calentura tenían que bajar unos cinco kilómetros porque estaba difícil recibir visitas. Además, con la humedad que se cargaba la cama de piedra, se les hacían chicharrón los huesos. Podrán decirle cerro, pero parecía más un pantano, aunque el infierno y el paraíso sí son para siempre, por eso hay que trabajarle. Si te quedas en el equivocado, nadie va a sacarte de ahí. Así es como son los buenos jurados, de decisiones finales.

Los retratos que había en el pasillo del colegio, el que se dirigía hacia las celdas, tenían cráneos sobre las mesas. Eso es lo que no es fugaz –se repetía Gregorio— los huesos, aunque había que enterrarlos en lugares secos y no en la punta del cerro. A tomar leche para tener larga vida después de la muerte. El hígado ya llega derrotado y aún peor el intestino. Acabar como un saco de calcio suena más resistente. Por eso los carmelitas subían descalzos el cerro, para que las piernas agarraran forma y los pies se endurecieran. El infierno y el paraíso son para siempre. Una vez que llegas a uno, se acabaron las opciones.

Créditos de la imagen: Penitencia de Rosa. Grabado de Cornelis Galle. En Juan del Valle, Vita et historia S. Rosae As. María,
Amberes, primera mitad del s. xvii.

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