LXIII Edición: Temporada de lluvias

Amanda

Amanda era el nombre de esa chilena, hija de exiliados de la dictadura de Pinochet.

El idealismo de sus padres fue tal que su vida corría riesgo por pensar en que la igualdad social podría llevarse a cabo en una patria que ya le pertenecía desde hace tiempo a otros. Amanda creció tomando maté, comiendo alfajores recién horneados de su madre, a la vez, festejando el día de muertos en México, comiendo tamales y romeritos en Navidad. Sus padres nunca dejaron de hablarle de Chile, de lo bonito del sur y de lo impactante de su desierto al norte, pero nunca le mencionaron a Allende. Este último se había convertido en una especie de ente místico que a muchos les costaba siquiera nombrar, pronunciar su suicido, el golpe de Estado, el suicidio de su hija Tita, los desaparecidos y demás dolores de guerra. Aún hoy a muchos les sigue sangrando la herida abierta que dejó la brutalidad del hambre de poder.

Amanda es flautista. Estudió en México y conoció a Mariana y Roberto en un concierto en el CNA. Era el día de su examen final. De casualidad Mariana acompañaba a Roberto. Bastaron tan sólo 13 segundos para que Mariana se perdiera, llorando sin saber el porqué. Sintió el dolor de Amanda, el destierro de sus padres y el lamento del exilio. Sólo eran siete personas aquella tarde de jueves en el CNA, tan sólo siete. Amanda vestía una falda con medias de un color verde sobrio. Mariana y Roberto iban pachecos –apestaban– y sus ojos eran de un rojo sangre, más colorido que el vino mismo. No había espacio blanco alrededor de la pupila y sus ojos eran pequeños, daban un aspecto asiático.

Fue un enamoramiento inmediato de parte de Roberto y Mariana hacia Amanda. Nunca nada de atracción física, sólo una inmensa devoción espiritual por el sonido que salía de esa flauta, una de las melodías era composición propia. Ésa, que duraba casi 9 minutos, esa que tenía los 13 segundos de un agudo penetrante, en la que el ruido podía verse en el aire. Mariana, inesperadamente le dice a Beto –compremos flores para ella y tú se las das-. El problema era que iban tan pachecos que en el camino se perdieron, comieron helado y no encontraron ningún puesto de flores. Optaron por robarlas del jardín del CNA. Ya había pasado tanto tiempo que, para cuando volvieron, Amanda ya no estaba en la sala, sólo su profesor, un cincuentón de cabello largo recogido, que vestía un traje mal ajustado y arrugado. Les dijo que aprobó, sin ninguna duda. Se retiraron de la sala y se fueron al jardín.

Mientras estaban en el jardín encontraron gente reunida escuchando a una muchacha cuentacuentos. Se sentaron un rato, compraron un café y escucharon, en silencio. Los trece segundos de la flauta seguían ahí en el espacio infinito entre el pasado y el presente. Lo que fue y lo que no será. Segundos de melodía de flauta interpretada esa tarde dijeron más que los cuentos.

Han pasado seis años desde ese momento y parece intacto en la memoria de ambos, de Roberto y Mariana. Pensó en la última vez que vio a Beto, quedaron de tomar un mezcal. Llegaron en bici al punto de encuentro. –En el metro Etiopia– le dijo Roberto, obviamente no le dijo el lugar exacto, el lado de la calle, sólo ahí. Mientras Mariana esperaba encontró al profesor del examen profesional de la flautista, el mismo estilo, era él. Iba de la mano de una muchacha al menos unos 25 años menor. Era Amanda. Entraron a comprar el pan, como un acto de rutina marital. Ese día aquellos trece minutos idealizados desaparecieron. La monotonía mató la espontaneidad y lo místico, pensó. Mariana nunca se lo mencionó a Roberto.

Créditos de la imagen: Pixabay

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