LXIII Edición: Temporada de lluvias

San Miguel y el diablo

Pues es que lo único que yo hacía bien era agarrar dos jitomates y sentarme frente al río a comer. Había visto las peregrinaciones, pero me quedaba al margen. Sí, tenía fe, ¿pero además buscaban que me supiera el rito al pie de la letra? Lo que está a la mano, se toma, lo que se tiene enfrente, se disfruta. La doctrina era clara, se respeta al que se lo merece y se habla directo. ¿Qué no funcionan así las cosas? Yo había caminado ya hasta los 3700 metros, o 3900, un número cerrado, ya muy cerca de los 4000. Ahí se veía en la cima una construcción de piedra pequeña, detrás había una torre de observación de varios metros que la hacían ver casi insignificante. Hasta las hierbas se veían de su altura. Era una ermita, no un monasterio. Dicen que muy vieja. La pintura se veía muy bien y barrían casi diario. Además, no tenía iluminación suficiente, sólo había una vela frente al altar. Ese santo siempre me ha gustado, dicen que es el único que no tenía necesidad de matar al diablo, sólo le ponía el pie encima y con eso le bastaba. ¿Para qué más muerte? Además, capaz que ni siquiera se moría. Las miserias no desaparecen. Yo no tenía por qué recordar que al santo nunca lo ponen solo, los que hacían sus estatuas querían que se viera más nutrido, con la espada levantada en uso, amenazante. Y que extiendo la mano para tocar su pie, se veía fina la madera, bien pintada, tal vez hasta restaurada. O a lo mejor sólo habían colocado una imagen nueva y se había ahumado con las velas para que se viera más vieja. Ya estaba en la cima, dentro de la capilla, rendido ante al altar, sonriendo. Vi el reloj, subí a buen paso, 87 minutos, la mayor parte de la ladera corriendo. La playera estaba mojada y la gorra escurriendo de sudor. Tocaba un descanso, pero primero me le quedé viendo al patrón. No tenía flores, lo único que se me ocurrió que le podía dejar era una reverencia. –Buenas tardes, ¿cómo va el frío?— Extiendo la mano, ya no recuerdo si en forma de cruz o no, pero la acerco lo más posible al santo. No había ninguna barrera, ningún letrero. Estaba solo dentro de la capilla: mi pie, el altar, una vela en el centro y mi mano. Me acercó hacia él en un acto de humildad, casi de sumisión, es su cerro. Yo llegué por su gracia y corriendo como degenerado. Las últimas piedras estuvieron pesadas, un pequeño purgatorio. Y mi mano casi ahí, ya cerca de la madera pintada. Recordé cuando había subido tiempo atrás al mismo sitio con otra persona e intenté acercarme a sus labios. Aquí no –me dijo— nos mira el patrón. Me llevó a una esquina en la que ya no se le veía la cara, –bajo su sombra, pero no sus ojos—. También recordé cuando me puse a comer papas en los escalones de la entrada de la ermita, las traía en una bolsa de la mochila. Se me cayeron algunas al piso. No las iba a levantar, se quedaron como ofrenda. Además, después entró un perro y dejó limpio. Y mi mano finalmente tocó la madera. Mis ojos cerrados. Siento que conecto con la ermita, respiro la humedad y volteó a ver al patrón. –Yo aquí a tu servicio, aquí te llegué, ahora sí, ¿quién cómo tú?—. Sigo solo en la ermita, la única luz entra inclinada a través de la puerta. La mano extendida en línea recta frente a mí, sobre la vela prendida, directa hacia la imagen, pero mi mano se había desviado. Estaba tocando un pie de madera, de la misma textura que el santo, pero no era el de San Miguel, mi mano estaba sobre el diablo. Raspé la piel con las piedras de la pared lo más rápido que pude, algo que me hiciera sentir mejor y que me ayudara a quitar el aroma de la pintura. Todavía sentía la madera sobre las yemas de los dedos. Bajé del cerro, me acaricié los labios. ¿Quién como tú?

Créditos de la imagen: Pixabay, ddcreativohn, https://pixabay.com/photos/san-miguel-devil-park-square-pains-1440382/

1 comment

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.