No conozco el lugar tanto como la gente
XXXIV Edición30 de agosto de 2021Estuve ahí dentro, pero de eso no quiero hablar. Aunque es una sensación extraña estar ahí, quiero hablar de él. Se llama Abdullah, es guardia de seguridad y todos los días llega al trabajo en bicicleta. Ya lo hacía desde antes de que los talibanes tomarán el país, también lo hará ahora. La diferencia está en que ya no habrá controles de seguridad por toda la ciudad.
Abdullah estudió en Irán. Cruzó la frontera como muchos otros por la provincia de Herat, ahí se formó en uno de los países que algún día fue la cuna de la poesía y la devoción al amor. Lo conocí en Kabul, no habla ni una sola palabra de inglés o español, es un hombre humilde, amante del té y muy sabio. Él me contó cosas de los afganos, de sus sentimientos. Me dijo que los hombres afganos –después de haber pasado tanto tiempo en la guerra— carecen de imaginación e idealismo. Su único pensamiento se basa en su instinto de sobrevivencia. Me contó que vivía en una aldea en la que las casas se construyen de adobe, donde los inviernos son muy duros y los veranos peor. El frio cala los huesos y el calor revienta la piel.
Nunca ha ofendido a ninguna mujer, eso no se permite en su aldea. Ama a sus hijas, hermanas, mujer y madre. No entiende el porqué de la guerra, la invasión, el embargo, las visas, la imposición de una manera de vivir, la propaganda militar, el no quiero ser como nadie más. No sueña con comprar un auto de lujo ni con unos tenis Adidas. Abdullah sólo quiere que todos los afganos vivan tranquilos, que los dejen en paz, que lo dejen a él y a su familia. La mitad de sus hermanos ya se ha ido a Europa. Bueno –se ríe— ya no es Europa después del Brexit, se han ido al Reino Unido. Ahí trabajan en el mercado arreglando celulares, dice que en ese mercado ya casi nadie habla inglés, que casi todos hablan pashtu o dari, pues ya hay tantos migrantes. Eso dicen sus hermanos.
Él solía traer el pan recién horneado, ese olor me puede hacer babear. También solía traerme un pan horneado relleno de papa, aún no logro saber como se llama. Nunca hablamos sin la presencia de mi esposo, no es bien visto. Una mañana llegó y nos citó para tomar el té como todas las tardes. Nos dijo que a este país han venido a invadir los ingleses, los rusos, fuerzas extranjeras, pero siempre terminan yéndose por la fuerza, nunca nadie se ha quedado. Entre tanta guerra, llevamos así casi 200 años en la constante incertidumbre. Un glaciar que se derrite en el verano trae agua a mi comunidad. El glaciar cada día es más pequeño, me pregunta -¿Cuándo se acabe el glaciar habrá más guerra?–
–No sé, quizás— le respondo.
Las divisiones geográficas de los países de Asía Central fueron en su mayoría impuestas sin considerar muchas de las características étnicas de la región. Me dice –parecemos iguales, pero no lo somos.— Antes no había una frontera ahí y ahora la hay, hay minas al otro lado del río y quizá al otro lado de las montañas. –No hay humanos más fuertes que nosotros — me repite— ni si quiera los soldados mejor preparados toleran el frio y la altitud de las montañas, las caminatas largas por lugares tan aislados, el desierto del sur, el silencio de lo inhóspito y lo salvaje de nuestro invierno. Fuimos dotados con otro tipo de sangre, para tolerarlo todo, hasta la guerra–.
Me dice que no conoce su país sin guerra. Tiene 46 años y nunca ha vivido sin ella. Me confiesa que no piensa que ésta acabará. Él cree conocer el origen de todo este conflicto, pero me dice que es mejor que yo no lo sepa, no tiene sentido. La última vez que lo vi me dijo este pedazo de poesía, un pasaje de Golestán:
Persa
Bani – Adam a’za-ye yek digarand
Persa
Ke dar afarinesh ze yek gawharand
Chu ‘ozvi be dard avarad ruzegar
Digar ozvha ra numanat qarar
Tu kaz mehnat- e digaran dighami
Nashayad ke namat nahand adami
Español
Todos los hombres son miembros de un cuerpo
Porque fueron creados desde una sola esencia
Cuando el destino aflje a un miembro con dolor
Las otras extremidades no pueden permanecer inmóviles
Tú que no sientes pena por el sufrimiento de los demás
Tú no mereces ser llamado humano
Créditos de la imagen: Colección de la autora
Me gusta la naturaleza más que la ciudad, disfruto la montaña tanto como el buen maté en el frío. Los animales son mis mejores amigos, montar en bicicleta mi pasatiempo favorito. Escribir, viajar, cocinar, leer y compartir lo considero parte indispensable de mi vida. Cambiar la manera en la que vivimos, consumimos y producimos es mi sueño utópico. Aislarme mi refugio inevitable, tomar té de jengibre y tocar la flauta, me gusta tanto como estirarme por las mañanas cuando creo que soy un gato.
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