LXIII Edición: Temporada de lluvias

Nubes sobre el Wayna Pichu

Recorría sola el Machu Pichu y por casualidad se enteró de que, por la hora, siendo aún muy temprano, podía subir una montaña más alta que reposa al lado, el Wayna Pichu, menos visitado.

Marta empezó a caminar, no sabía qué tan largo iba a ser el recorrido. Las escaleras de subida eran desiguales y pequeñas, debía tener cuidado. Pensaba en Antonio y en cuánto le hubiera gustado que estuviera allí con ella. Seguro iría callado, pero su presencia era suficiente, antes de que dijera una palabra ella ya se sentiría feliz.

De vez en cuando volteaba hacia atrás a mirar el paisaje gris: varias montañas se levantaban a lado y lado de un río que se torcía como una serpiente. Veía a lo lejos bosques densos y puntudos que se montaban uno sobre el otro y al pie de ella unas cuantas flores que adornaban la subida de piedra. Se escuchaba el canto de aves entre el ruido de los árboles que de vez en cuando se azotaban con el viento. Sentía en su nariz, entre los olores naturales, un leve olor a su perfume. Siempre lo llevaba consigo, extrañaba profundamente a Antonio.

Ya en la cima, deseando poder ver su sonrisa, lo imaginaba intentando encontrar un espacio para sentarse los dos, como siempre hacía. Vio a un grupo de gente acomodada sobre unas enormes rocas que permitían la vista limpia del paisaje, y más abajo, la de la zona de Machu Pichu medio tapada por alguna neblina. Las personas en completo silencio permitían escuchar el sonido de la naturaleza.

Marta encontró su espacio muy al borde del abismo. Hablaba en su cabeza con Antonio mientras seguía el vuelo de algo parecido a un águila. Le decía que lo amaba, que quería abrazarlo. Se acostó un rato con los ojos abiertos. Una suave llovizna la hizo reaccionar y se puso en marcha antes de que la lluvia se le atravesara, o al menos eso deseaba.

Alrededor de media hora más tarde empezó a llover, el viento que acompañaba la lluvia la empujaba. Estaba sola entre el bosque, pasando por peligrosas bajadas sin quitar los ojos del suelo, dependía de unas improvisadas escaleras de madera que reposaban sobre una base de apenas uno o dos metros. Antonio tal vez se hubiera estresado, pensaba, pero aun así no diría nada. Esperaba cuando ya todo había pasado para decir lo que realmente había sentido y pensado, le gustaba eso de él, tenía sus maneras de hacerla sentir que no había que tener miedo.

Pensó un par de veces en devolverse, pero las bajadas por las que había pasado eran imposibles de subir después de haberse mojado por la lluvia. Siguió su camino. El paisaje era único pero opaco. Después de una hora paró de llover. El olor de las flores y los árboles inundaban el aire que se mezclaba con el olor a agua fresca y tierra mojada. Sus oídos se habían afinado y lograba escuchar a varios pájaros distintos y algunos insectos. Antonio conocía de insectos, hubiera podido reconocer cada uno de esos sonidos que para ella eran imposibles, y hubiera ido detrás de algunos de ellos tratando de encontrar el origen de eso que para él eran melodías. Ella le había perdido el miedo a esas criaturas gracias a la forma como él los trataba. No se atrevería a matar a ninguna.

Habían pasado dos horas y Marta no veía la llegada cerca, tampoco se había cruzado con una sola persona. Sin darse cuenta de cómo había llegado a ello le sorprendió escuchar el latido de su corazón que producía de pronto un ruido tan fuerte que anulaba cualquier otro sonido alrededor suyo. Sintió algo extraño, no era algo físico, era algo espiritual, tal vez emocional, pero no orgánico. Siguió caminando mientras sus sentidos se enfocaban en escucharlo, en tratar de interpretarlo. Pensaba si era él que la acompañaba y unía su corazón al suyo, pensaba en su sonrisa, en su belleza y sus caricias.

Escuchó una zampoña. Pensó que alguien se aproximaba y prefería no encontrarse a nadie en medio de la nada, pero nunca vio un alma. Tocaba una tonada suave pero suficientemente fuerte para ser bien escuchada en medio del bosque, parecía llegar desde lejos. Marta se detuvo, quería determinar de dónde venía la música, no pudo. Sintió que Antonio la acompañaba. Quería creer que era él. Sintió ganas de llorar, de conectarse con algo, estaba profundamente conmovida. Nunca tuvo certeza de cuánto duró la música, tal vez cinco minutos, tal vez más. Su cabeza ya no se encontraba en aquel sitio.

Tiempo después llegó a la base de la montaña. No recordaba nada del último pedazo más que la lluvia había comenzado de nuevo y tuvo que bajar agarrada de todo lo que podía porque el viento arreciaba y de pronto se desplazaba sobre el borde de la montaña. Lo hizo por inercia. No tuvo ninguna conciencia de que lo que vio, oyó, tocó o hizo hasta que llegó a la salida del sitio. Habían pasado casi cuatro horas desde que empezó a bajar.

Marta trataba de comprender lo que había vivido: su corazón, la zampoña, el templo, su soledad. A quién le contaría su experiencia tan cuestionable. Se sintió sola. Se detuvo frente a una figura sagrada Inca que se encontraba ya en Machu Pichu, mientras parecía que observaba la estatua trataba de descifrar si todo lo que había vivido había sido real o estaba en su cabeza, y dijo en voz baja: te espero. Antonio llevaba desaparecido tres años.

Créditos de la imagen: Pixabay, Dharmadatta, https://pixabay.com/photos/machu-picchu-doorway-ruin-ancient-568726/

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