LXIII Edición: Temporada de lluvias

Mala suerte

Carlos está acostado en la cama, somnoliento, adolorido. Sin ganas de levantarse, en realidad sin ganas de nada.

Tiene pocos amigos, casi ninguno. 

Hace un par de meses se quedó sin trabajo. “Yo boté ese trabajo inmundo”, le dice a cualquiera que se acerca a la barra de la cantina a la que va casi cada tarde -desde que es desempleado- y le hace un poco de plática.

La verdad es que su jefe en la fábrica de cajas lo echó porque lo descubrió escondido en el baño apostando en las carreras de caballos. “Esta es la última que te paso, huevón”. Y así fue, el largo historial de pretextos y holgazanerías de Carlos se acabó esa tarde. 

En sus años de apostador, ha jugado (y perdido) de todo: televisiones, radios, relojes, ollas.. .el juego le ha quitado todo lo que tenía, pero también le dio lo único que lo ha hecho vibrar en la vida: un beso de Mariana, su primer amor de secundaria. Ganó ese primer beso jugando cartas en una fiesta.

Este cuarentón siempre fue aficionado a las apuestas. De niño apostaba un refresco o un carrito de juguete, objetos inocentes que ni le quitaban ni le daban mucho. Pero con el pasar de los años Carlos no sólo apostaba sus cosas, también las de otros. Una vez jugó los lentes con filo de oro de su abuela (los únicos que tenía y necesarios para que la pobre vieja no viera solo bultos) en una partida de conquian con la bolita de “buenos para nada”, como les decía su madre, que se juntaba en la tienda de Don Memo. Carlos esperaba ganar unos boletos para el cine e invitar a Mariana. 

No hubo cine y en cambio tuvo que entrar de noche al cuarto de su abuela a robar los lentes para pagar. 

A diferencia de, digamos, la gente sensata, que sabe que si la suerte no les sonríe en los juegos de azar es mejor no perder y perder, Carlos era un convencido de que un día la suerte le cambiaría… pero no. 

Dejó la preparatoria y su madre lo puso a trabajar en lo que fuera.

Lavacoches, vendedor en tiendas, cargador de la central de abasto. Así pasaron los años. La abuela murió, la madre también. De pura buena suerte pudo conservar el departamento de renta congelada que habitaron desde siempre.

Llegó a la fábrica de cajas como afanador, pero sus años como cargador en la central lo ayudaron a subir de puesto a estibador. Aún así siempre andaba sin un peso en la bolsa. Eso sí, cada quincena apartaba sus centavos para jugar al melate, lotería, las quinielas del fut en el trabajo. A nada le pegaba.

Pero fue Juan, uno de los choferes de la fábrica -y a quien llamaba compadre- quien le metió la idea de que no ganaba porque no apostaba en grande.

-Los caballos son lo bueno. Es cosa de estudiarlos y apostarle al bueno. Se sabe.

Apostar en grande le costaba más de una quincena a Carlos. 

-Pero si le pegas, es como ganar un mes de sueldo sin trabajar, le decía Juan para convencerlo. 

Si ambos juntaban dinero podían apostar más a un par de caballos, aumentando sus posibilidades de ganar.

Jugaron tanto y ganaron tan poco. Un par de veces y con el caballo al que le habían apostado unos pesos. Apenas y les alcanzó para que la cerveza en el hipódromo fuera gratis. 

Ganar se le volvió obsesión a Carlos. Trabajaba horas extras para ir sólo a apostarle al caballo que le latía y no al que le decía su compadre, porque aseguraba que él le traía mala suerte, pero igual perdía todo. 

Varias veces se escapó del trabajo y otras se quedaba escondido en el baño esperando el resultado de la carrera o subiendo su apuesta. 

En eso estaba cuando su jefe, harto de sus desapariciones, entró al baño pateando la puerta y con empujones lo echó.

Lo que más le dolía a Carlos de no tener trabajo era no tener dinero para apostar. Era su droga, además de las pastillas para dormir, porque la ansiedad no lo dejaba. Tampoco comía, ni estaba en paz si no hacía una apuesta, aunque fuera pequeñita. 

Con la desesperación llegaron las deudas. Ya no tenía nada para apostar. Sólo le quedaban unos cuantos muebles viejos de la abuela.

Ya le había pedido prestado a todo el que conocía, que no eran muchos. Y ya lo habían amenazado también por no pagar.

Esa noche, mientras languidecía en su cama adormecido por el cóctel de pastillas para dormir y analgésicos que había tomado, sonó el teléfono.

Tres timbrados y entró la vieja contestadora. 

-Ganamos, Carlitos. Al fin, ganamos la grande. 10 millones, 10 millones, gritaba Juan, su compadre. 

De un jalón, Carlos trata de levantarse de la cama y correr al teléfono.

No puede, lucha, se esfuerza, quiere gritarle al contestador como si ahí mismo tuviera su interlocutor.

-Guarda con tu vida los cachitos, ¡con tu vida! Te caigo mañana, compadrito.

La voz se va apagando hasta que el pitido de la máquina señala que la llamada acabó.

Intenta otra vez moverse, girar. El cuerpo no le responde tampoco el habla. 

Piensa en los cachitos guardados detrás del cuadro de flores de la abuela. Apenas puede mantener los ojos abiertos. 

Los fármacos empiezan a hacer su efecto. Carlos ya no será rico. La combinación de pastillas que se tomó resultó mortal. En unos minutos Carlos estará muerto.

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