LXIII Edición: Temporada de lluvias

La experiencia que viene del futuro

Parte de la colección “Textos sobre textos”

Qué se la va a hacer, ¿no? Son las cinco de la mañana. Me levanté hace media hora, porque no podía seguir durmiendo. La espalda, como suele decirse, “me está matando”. No he querido tomar ningún calmante, aunque hace una semana que vengo con este dolor, que, además, sé, perfectamente, a qué se debe. Los dolores del cuerpo nos hablan, ¿no es así? Los médicos suelen decir que cada dolor corporal nos trae un mensaje, y aunque a mí semejante creencia me parece un poquitín exagerada, creo que es cierto que el cuerpo dialoga con nuestro cerebro, le dice cosas al oído, le susurra durante el día, o le grita de noche, como lo ha hecho conmigo hoy. Así que estoy aquí, aunque es 2 de abril y viernes santo, sentado frente a mi computadora. Entre la pantalla y yo, alineados de derecha a izquierda, sobre el escritorio, están el termo y el mate, una birome que enseguida veré su marca, dos billetes de 20 pesos bien argentinos, mi celular, y un… centímetro ¿? 

Está bien, empecemos con el texto sobre el texto de esta entrega. En esta oportunidad me referiré a Daniel Guebel. Y a su libro “El hijo judío”. El tema de este relato es la experiencia. Es un libro que les puede gustar a ustedes, mis lectores, personas atrapadas por el televisor y el celular, a las que yo les agrego -les supongo, les acredito, les necesito- por lo menos, una mediana inteligencia. Porque además, creo que leen -quisiera- en una computadora, que es el único modo en que se leerá de aquí en adelante. Leer en una computadora, más que en un celular, permite que ustedes vean con mayor facilidad, si es que aún no lo conocen, quién es Daniel Guebel y qué ha hecho de su vida, es decir de su littérature. De modo que el señor Google me exime de dar mayores referencias sobre este autor que es una celebridad entre los escritores de mi país.

Yo pensaba, ¿no?; sin duda alguna, la experiencia, que transcurre única e infaliblemente en la infancia, termina de cobrar sentido cuando uno ya está viejo para advertir qué nos quería decir. De alguna manera, se me ocurre, la experiencia es un mensaje del futuro, que cuando niños no sabemos advertir, y cuando viejos, ya no resulta útil porque el futuro nos quedó atrás. Hay excepciones, desde luego, hay personas que logran atravesar el curso total de la experiencia, es decir unen inteligentemente a su presente lo que han vivenciado cuando aun no tenían conciencia, y lo asimilan, lo aprehenden, y lo concluyen con sabias palabras, proverbios, dichos pintorescos, e incluso, muchas veces, con libros enteros, y aun más, con una Nouveau Littérature que desborda todo lo conocido hasta el momento. Es el caso de autores como Jorge Luis Borges -de quien se dice, con maldad, que jamás tuvo otra experiencia que no fuera la de haber visto una arañita caminando por uno de los parantes de la biblioteca de su padre-, y de Daniel Guebel, el escritor más serio de Argentina en lo que va de este siglo XXI. Curiosamente, Borges y Guebel tuvieron una experiencia similar. Y es lo que me gustaría contar hoy, que es viernes santo, que ya hice mi caminata, que ahora son las diez de la mañana, y que estoy comiendo una rosca de pascua que acaba de traer mi vecina, rosca que ahora mismo, estoy complementándola con un mate con yerba “Mañanita”.

Del termo y el mate no voy a decir nada. Ya todos sabemos que mi termo es marca “Momento”, y que uso yerba “Playadito”, aunque estos días, como no la conseguimos me conformo con “Mañanita”, que no es tan buena. La birome, que ayer utilizamos -con Vero- para anotar las medidas de nuestra casita, no es una Bic, que son las que me gustan a mí. En la caña tiene una inscripción que apenas alcanzo a entender: “Trilux 035 Fing Faber Castell”, ustedes dirán. En el centro hay un dibujo, que, supongo, es una escritura que me viene a indicar que esta birome ha sido fabricada en China. No lo sabemos. Una acotación al margen sobre este punto: ayer estuve leyendo que Martín Kohan -un escritor argentino- escribe con una birome en el bar de la esquina. Hace un tiempo leí que César Ayra -otro escritor argentino- escribía con una birome en el bar de la esquina. Yo uso esta birome para copiar alguna receta de cocina de “Hogarmanía”, para anotar mercadería que nos faltó encargar en el “Supermercado Argentino Coto” y que indefectiblemente tengo que comprar, yo, en el mercadito del barrio, o para anotar, con Vero, las medidas de nuestra casa.

Vamos a explicar mi explicación de lo que es una experiencia. Primero sucede una vivencia, luego sigue un “dar sentido” a esa vivencia, después viene convertir en “tema” el sentido y la vivencia, y finalmente, comunicar todo esto a quienes nos conocen. Es decir:

E1: vivo algo que nunca más viviré en mi vida. Se trata, además, de la única verdadera vivencia que tendré de aquí en adelante, pero ¡ay! no soy consciente de esto. Puede que yo tenga no más de cuatro años.

E2: doy una explicación a eso que viví, “me doy cuenta”. Cuidado con este detalle. Para lograr E2, a lo mejor debo pasar por muchos traumas y sufrimientos, incluso más: ¡ay! tal vez necesite de un/a psicoanalista.

E3: una vez iluminado, dedicaré el resto de mi vida a convertir esa vivencia y su explicación, en el único tema de mi vida, ¡uf! Es decir, ya soy capaz de tematizar, me convierto en un ser que piensa y dejo de ser un individuo que anda por ahí.

E4: en rueda de amigos, tomando mate o comiendo un asado, comunico lo que me ha sucedido, a mí, tan sólo a mí, ¡ejem! Si soy escritor lo comento con mi público. Si soy un genio, convierto el tema de mi vida en una littérature.

Este periplo es el que nos narra Daniel Guebel en “El hijo judío”. El libro fue publicado en 2018, por el sello Penguin. En la tapa se ve la foto de un niño de unos tres años, con cara de poeta maldito, mirando de reojo a la cámara. Desde luego es el escritor: “El hijo judío”, como digo, es un relato autobiográfico. Allí encontramos la explicación de lo que es una experiencia, completita. Veamos la “vivencia”. Parece que cuando niño, pongámosle a eso de los tres años, Danielito Guebel reniega cada vez que sus padres lo sientan a la mesa. El niño da trabajo, no quiere alimentarse. Entonces interviene la abuela, que viene siempre de visita, o vive ahí, no lo recuerdo. Le regala un plato a Danielito. Le muestra el recipiente: en su fondo hay un dibujo, un samurái, ante una dama, pongámosle. Parece que el caballero está cortejando a la mujer, está teniendo un gesto positivo, elegante, digamos, con ella. Sigamos. Luego de que Danielito ha contemplado la escena, la pícara abuela, cucharón en mano, llena el plato hasta que casi desborda de sopa, y le entrega una cuchara al niño. ¿Consecuencia? El niño toma la sopa, porque quiere volver a ver, en el fondo del plato, al guerrero y a la dama, orientales. Esa escena se repite. Cada día, llega la abuela, saluda, como corresponde, le da a tomar la sopa al niño rebelde, y Danielito descubre en el fondo del plato a su amigo chino, o japonés, no lo recuerdo bien, y a su bella dama.

Me siento un poco mejor, aunque mi espalda le susurra -ya no le grita- su dolor a mi cerebro. Comí la buena porción de rosca, así que ya puedo tomar el Ziprexa, ponerme el spray nasal, tomar la Bayaspirina Prevent, el Lamictal 200, el Nodis 100, y hacer la inhalación con el Neumoterol 200. Cuando comí la rosca, corrí los dos billetes de 20 pesos. Esa plata es la que me sobró después de haber comprado 400 gramos de queso cremoso, una leche entera con la que preparo el yogur, el paquete de galletitas para el Pocho Borges, y el Casancrem. Me da fiaca guardar esos dos papelitos en la billetera; además ya sé que no queda nada en qué gastarlos. No alcanza ni para chupetines.

Dejémonos de pavadas. Guebel relata de la siguiente manera su vivencia del chino en el fondo del plato: “La inminencia del conocimiento, el acceso a lo inexplorado se presentaba ante mis ojos. Se trataba de un pequeño caballero chino estampado sobre la porcelana. El chinito se inclinaba ante el paso de una dama china, que llevaba un parasol de seda apoyado coquetamente sobre un hombro. Creo que eso era todo, tal vez ni siquiera había dama y simplemente el chino permanecía de pie, quieto. Pero a partir de entonces empecé a tomar la sopa, todos los días, todo el plato, para verlo aparecer enguirnaldado de granos de arroz que le hacían de marco o de filigrana comestible. El chino fue mi primer cuento oriental”. Es decir, la imagen del chino en el fondo del plato alimentaba la imaginación de ese niño, Daniel Guebel, uno de los escritores argentinos más prolíficos y pensantes de la literatura argentina del siglo XXI.

Me olvidaba del centímetro. Lo usamos la semana pasada para medir la casa. No tenemos un metro de albañil, así que nos pusimos uno al lado del otro, con Vero, digo, y estirando el centímetro concluimos que vivimos en un espacio de 9 metros de frente por 7 metros de fondo. Así que acá quedó el centímetro, como mudo testimonio de nuestro proyecto. Lo veníamos pensando hace un tiempo, pero Vero, que es quien toma las decisiones, seguía sin animarse. De pronto, hace una semana dijo “lo hacemos”, y bueh, lo estamos haciendo, ¿qué se va a hacer?, ¿no? Yo, igual, quiero decir que no estoy tan cómodo con este proyecto, finalmente, tan lindo, ¿no?, la verdad es que me cuestan los cambios, me pesan.

Para quienes no leen a Daniel Guebel, diremos que buena parte de su obra trata sobre asuntos que acontecen al otro lado del mundo de Argentina. Por ejemplo, su último libro, se llama “Un crimen japonés”. Y acá viene la cuestión, o el asunto, como le gusta decir a él. ¡Guebel atribuye su Littérature Orientaliste al chinito del plato de sopa de su abuela! Es decir, él es una persona que ha dado sentido a una vivencia infantil, que la ha tematizado, y que ahora, a través de “El hijo judío” nos da cuenta de ella. “El hijo judío” es el derrotero de su expérience.

La birome ha quedado ahora al pie del monitor. En algún momento la corrí, sin darme cuenta. Yo voy moviendo cosas, de manera inconscient. A veces, mi vida se torna vertiginosa, ¿no es así? La birome, en su nuevo lugar, parece que se ha desdoblado, u ocupa un espacio mayor. Es que la luz, que cae del techo por encima de mi espalda, produce una especie de espejo sobre el escritorio, y la caña de la birome se proyecta transparente sobre la madera. Es como una repetición, como si hubiera dos cañas y no una, la primera, la real, sobre la madera, y la segunda, la mera copia, en la madera. Solo que una termina con un capuchón, y la otra con la sombra marrón de ese capuchón. Mientras tanto, el mate produce una sombra difusa, y el termo se proyecta sobre la misma pantalla, dejando a oscuras su lado derecho. Cuando me sirvo un mate, la sombra del pico del termo cae sobre el mate antes que el agua. Si miro el conjunto, mi escritorio parece un cuadro de vanguardia del siglo XX. No veo objetos, sino formas de supuestos objetos que se entrecruzan, y establecen, otras cosas, digamos. Me vida, entonces, se vuelve múltiple, irrefrenable.

Debemos a don Jorge Luis Borges un relato similar al de Guebel. En unas pocas líneas Borges se refirió a su niñez, a una vivencia de Jorgito Luisito, por la cual, después, le pasaron cosas. Su escrito aconteció -diría él- en la revista argentina “El Hogar”, del 2 de junio de 1939. Allí leemos lo siguiente:

“Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente… Catorce o quince años después, hacia 1921, descubrí en una de las obras de Russell una invención análoga de Josiah Royce. Éste supone un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa —a fuer de puntual— debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito… Antes, en el Museo del Prado, vi el conocido cuadro velazqueño de Las meninas: en el fondo aparece el propio Velázquez, ejecutando los retratos unidos de Felipe IV y de su mujer, que están fuera del lienzo pero a quienes repite un espejo. Ilustra el pecho del pintor la cruz de Santiago; es fama que el rey la pintó, para hacerlo caballero de esa orden… Recuerdo que las autoridades del Prado habían instalado enfrente un espejo, para continuar esas magias”.

Voy al baño. Está a seis metros medidos con centímetro de mi escritorio. Nosotros lo hicimos a nuevo después que compramos la casa. Cuando llegamos daba miedo entrar. Cuestión que contratamos un albañil, y para conseguir los materiales que necesitábamos empecé a hacer trueques con comerciantes que ponen avisos en mi revista “Círculo de la Historia” -pueden ver el sitio web si quieren: circulodelahistoria.com. En San Miguel cambié una publicidad por vidrios; en “Sanitarios José C. Paz” hice canje por el inodoro, el depósito del agua, todas las canillas y la bacha; en una carpintería de San Fernando me hicieron el mueble tocador, a medida de lo que eligió Vero; en Vicente López truequeé los cerámicos para el piso y en Virreyes “compré” con un aviso a página completa los cerámicos de las paredes y el cemento para arreglarlas. Una puerta corrediza me vino de mi amigo “Miguel Molina Aberturas”, de General Pacheco. De modo que en este baño grita ¡presente! todo el Conurbano Norte de la ciudad de Buenos Aires. Nos quedó merci beaucoup. O pipí cucú, como se dice en Argentina. Muy lindo. La verdad es que yo amo esta casa, y todo lo que hay dentro de ella, pero en fin… estamos vendiéndola…

¿Mienten Guebel, y antes, Borges? Porque en littérature, digamos, una vivencia que recién es significada en la adultez, como una especie de mensaje que marcó nuestro destino de escritores, y más aún, nuestros asuntos como escritores, le da a la totalidad de la experiencia cierto halo de ficcionalidad, de cosa inventada. ¿Qué diríamos de un herrero que nos cuenta de aquella vez que mientras trepaba una reja el metal le atravesó la pierna derecha? ¿Diríamos que su entera vida fue atravesada por un hierro? Bueno, tiene algo de teórico la experiencia, qué vamos a hacer, yo simplemente me limito a señalarlo. Sin esa conclusión, que está dada por el futuro, la experiencia en la infancia no existiría. Y tal vez Guebel nunca tomó la sopa de su abuela, o Borges jamás miró una lata de bizcochos. Debemos admitir que esas historias pueden ser, también, pur littérature. ¿Nos entristece saberlo? Creo que no. Pero la verdad es que no lo sabemos. Yo propongo que veamos más.

A ver a ver. Volvamos a la lata de bizcochos y al plato hondo de porcelana. Guebel escribió un libro llamado “El absoluto”, y Borges nos cansó con su infinito, como yo los canso a ustedes con el mate y la yerba. En fin… Guebel afirma que su experiencia del absoluto le nació también por la espesura de la sopa de su abuela. La sopa, entonces, se traduce en una experiencia metafísica. El infinito de Borges, en cambio, es apenas un concepto topológico, geométrico, a lo mejor astronómico: el infinito, no me digan que no, al fin y al cabo, se puede medir. Por eso la imagen de la lata de Bizcochos es visual, en cambio la historia de la sopa y el plato de chinitos es corporal. Eso me hace pensar, y podemos pensarlo juntos, que la experiencia de Borges es pura ficción, en cambio la de Guebel es verdadera.

Busquen en Google a Guebel, y busquen información sobre su obra. Yo aspiro a que mis lectores lean “El hijo judío”. Trata de la vida de un escritor, y sobre todo, de su relación con la paternidad. El padre de Guebel era un padre irascible. Y en la adultez, física y literaria, su hijo judío piensa y tematiza y elabora y relata esta cuestión. Una acotación entre paréntesis. (). Es increíble que, en ningún momento, Guebel traiga a colación la anécdota de Borges y la lata de Bizcochos, que él conoce, sin duda alguna, porque es archisabida en el mundillo literario argentino. Es que para buscar una paternidad literaria de “El hijo judío”, Guebel prefiere y recurre a otro hijo y a otra obra: Franz Kafka y su “Carta al padre”. Lean también este texto. Está en internet. Tal vez les sobrevenga alguna experiencia.

Bueno, aquí me despido. Por lo pronto, aunque es Viernes Santo, acaba de venir el martillero que pondrá en venta nuestro hogar. Nos pidió el plano de la casa, e inmediatamente nos dijo, “son 63 metros cuadrados”. Multipliqué 9 por 7, y, no sé por qué, sentí un modesto orgullo por el centímetro que tengo sobre mi escritorio. Y en ese mismo momento me enteré de que un fuerte pinchazo en la espalda estaba anoticiando a mi cerebro de su penoso mensaje.

Créditos de la imagen: Pixabay, janeb13, https://pixabay.com/photos/the-triumph-of-bacchus-painting-1152424/

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