LXIII Edición: Temporada de lluvias

Un Renault 9 en Ciudad de México

Mi abuelo sólo hizo una maleta en su vida, pero fue la más difícil que puede enfrentar un hombre: la de la migración. En los equipajes que transportan una vida, me dijo, cuenta más lo que se deja que lo que se lleva. Así es esto: lo que ya no somos define los márgenes de lo que seremos. Todo eso lo tuve yo en la cabeza cuando agarré la maleta grande de mis padres, aburrida de estar siempre en el mismo sitio, y junté los trastos para llegar a México.
La experiencia viajera de mi abuelo se reduce desde que hizo aquella maleta a recorrer en su Renault 9 los 1,000 kilómetros que separan la frontera de Salamanca y Portugal, donde nació, de Barcelona, tierra en la que prosperó todo lo que un obrero del siglo XX pudo hacerlo. Me asaltó esa idea en el avión mientras cruzaba por primera vez el Atlántico, enfrascado en los miedos de quien lo desconoce todo de adonde va.
Saqué la cabeza en el aeropuerto con la misma inocencia, imagino, que mi abuelo la asomó en el tren que cambiaría su vida. Pensaba que me iban a meter un balazo al aterrizar y para evitarlo contraté un chófer que me llevó directo a mi hospedaje de Polanco. Allí, en lo que luego supe era el barrio más rico del país, me llevé una tremenda desilusión en mi primera exploración. La gente se parecía demasiado a la de donde yo venía. Me aterró: no era esa mi idea cuando compré el pasaje a nueve meses de aventuras.
Afortunadamente me equivoqué. Pronto encontré mi lugar entre la Juárez y la Roma, dos barrios gentrificados en los que aún quedan resquicios de autenticidad. Me sentí muy a gusto allí, tanto en la vertiente real como en la pretendida. Una me dio la comodidad de la que se construye un hogar y la otra me generó la emoción controlada del descubrimiento inocuo.
Tras un año y medio en Ciudad de México saltando entre lo nuevo y lo de siempre, puedo contar a mi abuelo que más allá de esos 1.000 kilómetros entre Barcelona y Salamanca en los que su Renault 9 recorrió lo equivalente a varias vueltas al mundo, hay costumbres que conocer. Pero sobre todo gentes.
Desde Tijuana a Colombia, pasando por l’Eixample y Ferrol, me he topado con seres que han incendiado mi alma. Aquí, en una de las urbes más maltratadas del mundo, se me ha removido hasta la última gota de humanidad. Ha echado humo lo primario.
Me ha recorrido de las cejas al talón la lujuria, la felicidad, la bondad y la alegría. Me he enamorado de una mexicana al son de un bolero y me he emborrachado al fuego de amistades que atraviesan. Creo que de eso está hecha la vida, en Ciudad de México y en un Renault 9 cruzando España una tarde de agosto.
Pero todo tiene su fin o su interludio. Como aquel coche color champán, necesito repostar. Demasiadas cosas me tienen al límite: el motor emocional está a punto de gripar, no funciona el combustible del trabajo y las ventanillas no bajan. Llevo mucho sin respirar.
Por eso decidí agarrar mis maletas hacia el garaje del Renault 9, para que todo descanse y vuelva a funcionar. Ojalá en el reposo me sigan llegando mensajes de la parte del Atlántico que ahora dejo, porque a los amigos de esta orilla los llevo conmigo en el consciente y en el inconsciente. Los he querido y los quiero a todos. Nos vemos en el Mediterráneo.

Créditos de la imagen: Pixabay, N3otr3x, https://pixabay.com/photos/mexico-city-mexico-city-mexican-2706607/

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