LXIII Edición: Temporada de lluvias

Comer pájaros

Parte de la colección “Textos sobre textos”

Hace tiempo ya, para malestar de algunos, me atreví a escribir que las bibliotecas, sobre todo las muy notables, son un agravio, un acto de egoísmo vil. Son, sobre todo, un delito del que uno debería rendir cuentas, necesitan ser explicadas, liberadas de toda culpa de coleccionista. Por mi parte, he decidido quedarme con el fuego de los asados del sábado por la noche. Los carbones se encienden como antorchas y en la oscuridad se ven de un rojo incandescente; entonces, la copa de vino junto a Vero, mientras nos obnubilamos ante el color púrpura luminiscente que va inundando la parrilla, hace la única experiencia que me interesa vivir. He olvidado ya el hecho multitudinario del asado de los domingos y las grandes bibliotecas surcando como árboles las paredes hasta el techo, prefiero ahora la soledad, y prepararme para lo que viene.

Pienso en Samanta Schweblin. Schweblin vive en Alemania; extraño, para una escritora de mi país. Según nos informa Wikipedia, allí dirige lo que en Argentina llamamos talleres “literarios” y que en Alemania se deben llamar Literarische “Workshops”, calculo. Es decir, Schweblin tiene la capacidad de hacer dos cosas diferentes: hablar en alemán, y escribir en español, supongamos. Es una escritora multipremiada. El viernes pasado me llegó una encuesta del grupo editorial Penguin. Debía responder qué autores leí en los últimos tiempos. Y desde luego, ofrecía una lista de escritores reconocidos, entre los que estaba ella. No me sorprendió.

Me gusta hacer asados. Me tranquiliza. Generalmente Vero compra el carbón, trae también unas palitos de treinta centímetros de largo, que supongo son de pino. La carne la traemos del Supermercado Coto, sin duda es la mejor carne que se pueda comer en Argentina. Me gusta hacer asados, para dos. El procedimiento es sencillo. Primero necesito unas páginas de Clarín, un diario que Miguel me presta para que yo haga mis asaditos. Hago pequeños bollitos con las hojas del periódico, más o menos de unos diez centímetros de espesor. Después empiezo a poner las maderitas sobre el Clarín. Ubico paralelas las primeras. Luego les encimo otras, cruzándolas hasta formar un tablero de ajedrez, una grilla. Enciendo los bollitos de papel. Y miro. El fuego ya está hecho. Ahora agrego carbón. Primeramente los trozos más pequeños. Luego, los más grandes, tratando de que quede aire entre cada pieza. Hay que esperar veinte minutos.

Samanta Schwblin escribe demasiado bien para solamente saber escribir. Jamás, ninguno de sus alumnos -salvo que deje de tomar los cursos que ella da desde Alemania-, escribirá como ella. Ella transmite una técnica, basta leer cualquiera de sus cuentos para entenderlo. Pero eso no es su literatura. La personalidad de Schweblin tiene que estar escindida, eso lo sé. O lo supongo. Es decir, ella necesita ser capaz de sufrir en dos lugares a la vez, con un ojo en el goce y la sabiduría de la vida cotidiana y el otro en el carácter fantástico de la existencia.

Yo desconfío de los escritores que no saben hacer otra cosa, o de aquellos otros a los que la literatura se les da “naturalmente”. Sábato por ejemplo. Ernesto Sábato era físico creo, doctor en física, me parece. Pero siempre escribió, no supo hacer otra cosa hasta que se quedó ciego. Es decir, él no escribía, más bien hay que imaginar que la escritura le salía, claro que “después de un gran esfuerzo”, como él mismo lo decía una y otra vez. Lo cierto es que para Sábato no era difícil escribir. Al final de su vida quedó ciego, y comenzó a pintar, con los resultados ya conocidos. Cuando digo que el escritor también debe hacer otra cosa, no me estoy refiriendo a lo que Bernard Lahite llamó “la doble vida de los escritores”, es decir trabajar para tener de qué vivir y escribir para vivir. Me refiero a tener una habilidad, qué sé yo, saber levantar una pared, tejer en una máquina industrial, componer cerraduras, cultivar naranjas, hacer asados, etc.

Hay muchos cuentos de Schweblin parecidos entre sí. Todos me gustan, así que resumo uno de ellos, se llama “Pájaros en la boca”. Y dice así: la ex esposa de un señor le pide a este buen hombre que vaya a su casa. Le quiere compartir, como ex esposa declarada que es, lo que hace Sara. Punto y aparte. Una vez en el hogar de su ex, el hombre se encuentra con una jaula de considerable tamaño, calculo que en el living. Además de la enorme jaula, la casa está llena de cajas. En un momento -no puedo visualizar con nitidez la escena-, la nena, Sarita, pide permiso, y de espaldas a su padre engulle un pajarito que ha sacado de una de las cajas. Desde luego, el pajarito está vivo, o estaba vivo hasta que la niña lo empezó a comer, con huesitos, pico, plumas y todo. El padre no puede ver lo que hace la nena, pero la prueba de que Sarita ha hecho desaparecer al pájaro es alguna plumita sedosa que ha quedado flotando en el aire, y en la cabeza de él, que acaba de enterarse de lo que su ex esposa le quería decir.

El asado, básicamente, es saber encender los carbones, lo que ya he explicado acabadamente. Mientras el carbón comienza a convertirse en brasa colorada, algo que, como digo, es más visible en las noches de los sábados, yo busco las copas altísimas que compramos en el Supermercado Coto, y las lleno con algún vino de esos que compra ella, los más caros, desde luego. Entonces Vero se acerca a la parrilla, brindamos deseándonos una larga vida, y después bebemos de la copa hasta la mitad, un trago largo. Los ojos de Vero brillan junto a la llama que ya se está formando. Los carbones más grandes se están quemando desde abajo, aunque la mitad superior todavía está negra.

Esta es toda la historia de Sarita. Bueno, estaremos de acuerdo en que comer pájaros vivos es una conducta extraña, algo que llama la atención. De manera que el cuento es una historia de lo anómalo, lo incierto, e incluso, lo inquietante. Tal vez para muchos, a estas alturas, comer pájaros muertos también es raro. O, mejor dicho, ¿cuál sería la diferencia entre comer pájaros vivos y pájaros muertos? El cuento de Schweblin nos da una respuesta sorprendente: esta personita que come pájaros vivos está más que radiante.

Beatriz Sarlo siempre decía que Borges vivía en “estado de literatura”. También se ha escrito que Marcel Proust “murió por no saber cómo se enciende un fuego o cómo se abre una ventana”. Ninguna de estas dos afirmaciones es verdad, Borges sabía caminar, y Marcel Proust era asmático. Es decir tenían otras actividades que no fueran las de meramente escribir, uno tocaba los arenosos paredones de las calles que se iban de Buenos Aires, y el otro sabía hacer teatro para obtener un beso de su madre antes de ir a dormir. Para escribir hay que tener otra habilidad que no sea tipear en una computadora o tomar notas sentado en el café de la esquina o montado en un barco de placer.

Perdón, me perdí, estábamos con Samanta Schweblin. Yo decía que todo venía bien con este cuento. Hasta que la nena le pregunta a su papá “¿me querés?”. Sí… descendemos de la metafísica a la psicología: se nos está insinuando que la nena, Sarita, come pajaritos porque su papá no la quiere. A partir de esa pregunta, un tema que podía dar lugar a un debate político, “¿qué debemos comer los seres humanos?” pasa a ser el problemita en la mente de una adolescente de clase media, de su madre, y, sobre todo, de un padre que hace las veces de narrador, y que es ciertamente perverso y obsesivo.

Cuando todos los carbones se han convertido en brasas los distribuyo en el asador en el lugar que ocupará la parrilla. Luego coloco la parrilla encima de las brazas y al cabo de un minuto la limpio con un cepillo. Sigue poner la carne. Antes hay que salarla bien. Yo uso sal gruesa. La esparzo a lo largo de toda la tira de asado o el vacío y con la palma de la mano le doy suaves golpes para que la sal penetre en la carne. No le saco mucha grasa, porque la parte que tiene más grasa la expongo directamente sobre las brasas. La carne toma otro gusto, y es fácil cuando está hecha sacarle la grasita que sobra. Pongo dos chorizos, que es lo que comeremos primero. Mientras tanto, Vero trae un salamín tandilero, tipo criollo, marca Cagnoli y un queso Mini Fynbo. Corto cinco rodajas del Cagnoli y ocho daditos del Fynbo. Y esperamos la carne. Como digo, hacer asados es mi habilidad.

Schweblin nos ha dado una pista falsa, obviamente. El cuento se resuelve en términos de resignación y sensatez. ¿Cómo termina? El papá -al que le ha costado decirle a su hija que sí, que siendo su padre, seguramente debe quererla, que tiene esa responsabilidad-, finalmente asume la situación. Y decide no llevar a la nena al psicólogo. Le compra un pájaro entusiasta y cantaor que Sarita comerá con gusto. Estupendo. “Pájaros en la boca” es una historia de la aceptación. Muchos cuentos de Schweblin son historias de aceptación. Resumo uno. Un señor quiere tomar un tren. El encargado de la estación, sin embargo, da vía libre a todos los que pasan. Así, el hombre no podrá subir a un tren. Los días se suceden, y cuando burlando al jefe de estación, el protagonista logra su objetivo, se encontrará con que el tren al que se ha montado, no se detendrá jamás. Cualquiera que sea la situación, habrá que aceptar que las cosas son como son, y que otros, o algo extraño, deciden por uno.

Créditos de la imagen: PxHere, https://pxhere.com/es/photo/622692

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