LXIII Edición: Temporada de lluvias

El jardín de los plátanos

Te tomaba de los brazos y te decía –bailemos— pero tú insistías en decir que me querías contar la historia de las matas de plátano. Qué no son de aquí —señalabas— que deberíamos cortarlas todas, que eran una especie invasora y que sus flores coloreaban de lila las montañas. Yo insistía en que hacía bastante calor y que la manera de atenderlo era moviéndose más, calentándonos hasta alcanzar la temperatura ambiente, pero no. Tú decías qué las flores del plátano no te gustaban, que salían, y si no se cortaban a tiempo, mataban a la planta y dejaban inservibles los suelos. Para mí era una terquedad, no sé para qué cuidaban tanto los jardines si en el trópico hay flores todo el año. Además, ahora les estaba dando por cercar los predios. Eso sí que cambiaba los colores de la cordillera y ahí sí coincidía contigo sin titubeo. Te agarré de un brazo y te dije que las bardas me parecían feas. Tal vez eran útiles en el pasado por aquello de los piratas antillanos que se robaban a los niños, pero hasta ellos dejaron de venir después de que sus barcos se quedaban atorados en la desembocadura de los ríos por los sedimentos y la basura que bajaba de los canales. El trópico había cambiado desde que decidieron cortar los árboles y llenar los cerros con matas. Ya no podían llevarse a los niños, aunque tampoco las frutas. El gobierno había terminado colocando en el río un barco draga y tú y yo estábamos en el malecón discutiendo por qué el paraíso siempre está bajo amenaza.

Desistí de bailar y mejor te dije que camináramos hacia el mercado. Ahí estaba la solución. Si nos dejaban a todos con hambre hasta tendríamos que comernos las cáscaras. Y no es que al caldo de los domingos le faltara sazón, pero –si un ingrediente no era parte de él— no se podía considerar necesario. La masa de plátano se desbarataba hasta hacerse indistinguible, en cambio la cáscara permanecía a flote.

¿A quién fue al que se le ocurrió que en las montañas al sur de la ciudad podían construirse canales, rieles y mallas para las fincas? Claro, eran tierras altas con agua. Ahí ya tenían un paraíso –me decías— y pensaron que les hacían falta flores de plátano. Te dije que bailáramos de nuevo. Aquellos ingenieros pensaban con diagramas y números, les habían dicho que los suelos eran como los de las Antillas y que, si allá se producían dos o tres millones de matas cada año, ¿por qué ahí no? Además, a la monotonía del verde se le añadiría el lila. No está mal, es como cuando me equivoco en la vuelta en la que tomo tu mano izquierda, muevo los pies 90°, paso por debajo de tu brazo y te invito a girar sobre tu propio eje. Dudo que ellos hayan pensado en los colores. Si tenían a los Estados Unidos tan cerca y allá la gente comía demasiado. No les pareció mala idea vender el valor de la cosecha en oro y declarar que podía existir más de un paraíso en el mismo trópico. Tal vez sabían que las personas podían sobrevivir bien alimentadas sólo con lo que recogían en el río y cortando los zapotes de los árboles, pero no estaba demás lucirse con un sombrero panamá de listón negro y pluma roja, zapatos nuevos y pasos lentos en torno a un cuadrado. A nosotros nos parecía una mata más, además, estábamos conscientes de la eterna amenaza de la araña que se escondía dentro de la penca y mordía al que la cortaba. Arañas que llegaron desde Honduras o Jamaica, flores plataneras por hectáreas. ¡Fuera los zapotes! Así como cuando dimos el salto del danzón a la bachata.

Créditos de la imagen: Pixabay, https://pixabay.com/photos/banana-flower-banana-shrub-248219/

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