LXIII Edición: Temporada de lluvias

Esa partecita de la cita

Cuando estaba por llegar a la esquina de Callao y Santa Fe le quedó claro que de ese encuentro no sacaba novio; y es que la cosa pintaba muy rara. Por las fotos que le había mandado lo reconoció enseguida: muy alto y muy rubio, vestido con ropa que debía tener más de veinte años, me refiero a esos mocasines marrones con flecos que ya no se ven más, jeans de tiro alto nevados, una camisa blanca sin ninguna gracia, y el sweater de hilo atado al cuello, todo un lugar común que la deprimió. Se peinaba en el reflejo de la vidriera de un local de ropa; y aunque ella consideraba de lo más normal que un hombre se arregle, la forma en la que lo hacía le causaba rechazo. Debe ser porque vio en esa patética escena pública un momento que en verdad es muy íntimo, ese de arreglarse para ir a una cita, buscar la forma de gustarnos primero a nosotros para después gustarle a otro. Darnos la bendición o defenestramos, pero antes de la sentencia final hacer de todo para intentar ser menos uno y más otro. Entonces arranca esa extraña y dolorosa actuación frente al espejo en la que nos enmascaramos con expresiones y movimientos que nada tienen que ver con los nuestros, sacamos pecho, metemos panza, cambiamos varias veces la dirección de la raya del pelo, arqueamos las cejas, nos enderezamos, metemos nuevamente panza, ensayamos una risa fuerte, para confirmar si nuestros dientes son algo digno de ver. Recreamos diálogos breves que nos permiten escuchar nuestra voz y disfrazarla un poco para que suene más suave, más misteriosa, más ronca. Empujamos el hisopo hasta que toca el lóbulo occipital, preocupados que en algún momento de la velada se vea de costado algún manchón marrón imperdonable. También recortamos pelos que no deberían estar ahí; cejas, bigote, nariz, pezón y otros más ocultos aún. Olfateamos axilas, nos perfumamos varias veces, y por las dudas nos llevamos el frasco entero en la cartera. Dedicamos bastante tiempo a eliminar o tapar granos, ojeras y marcas del paso del tiempo, acomodamos lo mejor posible escotes, órganos sexuales y ropa interior. A veces funciona; me refiero a que con todo ese ritual intenso conseguimos aceptarnos y hasta alentarnos, pero la confianza suele durar poco; se puede romper a la primera mirada de un extraño que no nos transmite señales de aprobación. Conclusión:  terminamos asistiendo a la cita con nuestra inseguridad pisándonos los talones y no entendiendo muy bien cuál es el sentido de volver a intentarlo. Algo así estaba haciendo él cuando ella lo encontró conversando alegremente con su propio reflejo, haciendo esa mímica penosa para los ojos ajenos. Sintió mucha vergüenza, al punto tal de pensar en irse antes de haber llegado, pero esperó un poco. Cada tanto él frenaba el discurso imaginario y miraba la hora. Escondida detrás de un árbol ella rogaba que termine de una vez esa escena lamentable, hasta que finalmente se hizo presente de golpe y en mitad de un “sos más linda en persona…”, cumplido que en ese preciso momento recibía un maniquí pelado y con vestido de jean. No se vayan a creer que él sintió algún tipo de vergüenza ni mucho menos. Ni enrojeció, ni intentó justificarse con alguna excusa, en cambio –al verla— la saludó muy contento: “Hola, Paola, soy Rolo” y le dio un abrazo fuerte, tan desubicado como todo lo que venía haciendo hasta ahora.

Caminaron en silencio tres cuadras, nadie sugería a dónde ir. Él la miraba sin ningún disimulo esperando que ella gire la cabeza, pero eso nunca pasó hasta que llegaron a “Tamarindo”, un bar de Rodríguez Peña que por la tarde funcionaba como cafetería y de noche se hacía boliche. A esa hora sólo despachaban medialunas y licuados, el lugar estaba lleno de personas mayores que leían el diario y alguna que otra pareja de mediana edad que merendaba sin interés en dialogar.

Le corrió la silla para que se siente, cosa que ella nunca interpretó como un gesto de caballerosidad, pensando más bien que la quería para él, así que instintivamente pegó la vuelta para sentarse en la que quedaba libre, lo que provocó a su vez que él tome esto como un rechazo, lo que finalmente decantó en que el silencio se prolongue por otros cinco minutos que usaron de excusa para leer la carta.

Todavía no podía sacarse la primera impresión de verlo hablando solo, pero entendía que si iba a seguir con esa actitud de no querer estar ahí, mejor irse y ya. Eran las cinco de la tarde; a las seis podía poner el pretexto de un fuerte dolor de panza y a las siete, ya de regreso en su casa, pedir un más que merecido SUSHI en ITAMAE. Con los años había armado ese ritual de “mimarse” después de cada cita mala. Entre más nefasto era el evento, más plata invertía para recuperar la dignidad y, como venía la mano con este “individuo”, como apodaba a todos los hombres con los que no veía ningún futuro, la recompensa ameritaba sushi del bueno. En la escala de “compensaciones para aumentar el amor propio” había tenido de todas las formas y colores. Esta salida se perfilaba bien insulsa, pero había tenido peores; como la vez que fue a cenar con ese tipo que se fue del restaurante mientras ella iba al baño. Al salir se encontró al mozo levantando los platos y preguntándole si iba a pagar con Visa o American Express. En su cartera la única tarjeta que tenía era la SUBE sin saldo, así que no tuvo más opción que pasar por el malísimamente mal trago de pedirle a su omnipotente y única hermana que venga a buscarla. Tardó dos horas en llegar, y en verdad nunca llegó: mandó a su nuevo novio millonario a buscarla en su BMW cupé. Lo vio bajar del auto y sintió tanta lástima por sí misma que tuvo un “episodio de despersonalización”, como más tarde le explicó la psiquiatra. “Cuando la angustia es muy grande, algunas personas experimentan una sensación de extrañamiento y se ven a ellos mismos desde afuera, ajenos, como si no fueran la misma persona”.

Finalmente, al llegar a su casa, despersonalizada y humillada, entró a Mercado Libre y se gastó más de $12000 en ropa, sin siquiera fijarse talle, color o precio. Así manejaba ella la desmoralización de sus frustrados intentos amorosos, aunque por momentos sospechaba que se boicoteaba más de lo que debía, sólo por el placer de seguir recompensándose con algo; aún a costa de quedarse sin dinero y tener ya varias deudas con los bancos.

Una mesera les tomó el pedido.

-Un cortado en jarrito.

-Un licuado de banana, dos tostados mixtos y una porción de torta de chocolate para compartir, muchas gracias.

-Te dije que te invitaba a merendar, así que merendemos. Tengo plata, es lo bueno de vivir con mis padres aún.

– ¿Cómo?

-Jajajeje, la cara que pusiste. Tranquila que vivo solo desde…a ver, déjame recordar. Creo que desde siempre.

El intento de chiste le dio gracia, pero no quiso regalar ninguna demostración que pueda alentar lo inalentable.

– ¿Así que sos ingeniero naval?

-Mientras siga habiendo mares, jajajeje.

Se reía “jajá” y “jejé”, literal en su fonética, con tilde y pronunciando la J, la A, la J y la E.

-Sos más linda en fotos.

– ¿Qué?

Se acordó del acting en la calle, en el que le decía al maniquí que era más linda en persona. Le entraron ganas de llorar, y también de comprarse un sillón nuevo para tirarse a sufrir.

-No, perdón, digo,  JAJÁ, JEJÉ, es que en fotos sonreís y eso me gustó mucho cuando empezamos a hablar. Me parece que con sonrisa sos más linda.

Se puso rojo de golpe y empezó a mover la pierna izquierda como loco. La mesa se tambaleaba tanto que a ella no le quedó más remedio que agarrarle la rodilla para que pare, acción que obró como un milagro porque él se relajó y apoyó su mano sobre la de ella por un mínimo pero glorioso segundo.

Volvió el silencio, y por suerte también la moza con la bandeja llena de cosas. Comer siempre fue una forma de estar presentes sin necesidad de hablar, así que a ambos les vino bien. Ella todavía estaba algo incómoda y sorprendida por lo que le pasó cuando lo tocó; él estaba tímido y con ganas de decir algo genial, pero no se le ocurría, así que fue a lo básico:

– ¿Te sirvo un pedazo de torta? Se ve buena –

-No, está bien, yo después me sirvo.

-Pero dale, que no me cuesta nada, para mí un placer, además quiero ver qué dice tu cara cuando comés chocolate y dulce de leche juntos.

– ¿Qué va a decir? Si me habla la cara sin que se me muevan los labios, intername.

-JAJÁ, JEJÉ, probemos. Yo como un pedazo y vos me decís qué dice la mía.

-Bueno, dale

Agarró el tenedor, cortó un pedazo mediano y se lo aplastó contra la boca, como quien hace un chiste pasado de moda para hacer reír a un chico. Tenía dulce de leche en la nariz y la barbilla.

– ¿Y?

-Tu cara dice que por favor pases ya por el baño…y que los dientes negros no te favorecen.

-Viste, JAJÁ,JEJÉ, al final algo dice. Ahora vos.

– ¿No te vas a limpiar el merengue de la nariz?

-Si me limpio va a terminar el juego y volveríamos al silencio. Jugá.

-Bueno, voy yo.

Ella uso el tenedor para partir un pedacito ínfimo; y cuando estaba a punto de llevárselo a la boca cambió de opinión. Soltó el cubierto haciendo ruido contra la loza mientras con la otra mano levantaba la porción entera desde abajo, groseramente, como quien manosea una nalga ajena sin aviso. Así, a lo bestia, y sin ningún tipo de pudor, hundió su cara en el bizcochuelo. La crema le chorreaba por las orejas, tenía las pestañas blancas, una guinda había quedado suspendida sobre un ojo y una nuez colgando de la ceja. El bar quedó mudo.

Cuando un acto insólito y espontáneo ocurre entre dos personas que recién se conocen, hay muy poco margen de tiempo para reaccionar a la situación. El que es sorprendido por la hazaña disruptiva tiene dos opciones: o sigue el juego afianzando la complicidad, o le suelta la mano al que se tiró a la pileta y lo deja sumergido en la humillación. Él se la quedó mirando sin dar indicios de ninguna reacción en concreto, pero llegó con los segundos justos para que la vergüenza sea felizmente compartida.

-JAJÁ, JEJÉ, JAJÁ, JÉJÁJÉJÁ.

Se levantó y acercó la silla; con una cucharita le fue sacando los pedazos de bizcochuelo y comiéndoselos con mucha ternura, despejando su rostro pegajoso y devolviéndole el color real. Ella se dejó hacer; en cada contacto del metal sobre su piel sentía los besos de él, la cuchara era él besando su cara.

Terminó la porción y se quedaron en silencio un rato.

– ¿Y? ¿qué dice mi cara?

-Tu cara dice que por favor volvamos a vernos para que puedas seguir sonriendo.

Es extraño lo que el otro descubre en uno, lo que realmente le gusta termina siendo otra cosa totalmente distinta a lo que solemos creer.

Cuando esa noche llegó a su casa, pidió Sushi en Itamae. Un combo para dos. 

Créditos de la imagen: Pixabay, https://pixabay.com/photos/food-rice-soy-chopsticks-salmon-1406879/

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