LXIII Edición: Temporada de lluvias

Tu nombre

El pensamiento se metió como dolor, profundo, —o quizá— fue poco a poco, no lo sé. Pero se instaló en mi cabeza con voces intermitentes y apagadas. Empezó cual un murmullo, un sonido inesperado, inconsistente. Apenas dos notas escapadas de alguna pianola somnolienta que recordaban algo —tal vez— un nombre.

Una noche, cuando escuchaba a los gatos, las notas sonaban imprecisas entre dos pensamientos. El nombre cayó sin intensión —casual— y casi sin detenerse se perdió entre otros nombres y recuerdos, entre otros anhelos, otras ficciones.

Así como se recuerdan los sueños; los sonidos del nombre se mezclaron con el ruido del día que nace, con otras voces, con el jugo de naranja, con el olor de los mangos, del pasto recién cortado, con el cereal crujiente de mis mañanas. Después, se perdió entre los sonidos del agua de los grifos y de las fuentes. Se confundió con el estruendo de las ruedas en el pavimento, se fundió con el abrir y cerrar de puertas y cajones. Se unió con el aroma del pan y al sencillo olor a sopa. Lo arrastró el viento junto con las flores de las jacarandas y lo dejó por la tarde en el perfume de un huizache.

No era más que un breve eco en el crepúsculo, cuando el oro viejo del sol se asoma a los balcones de las niñas o -¿será a sus ojos?- cuando la luz, más que calentar, cobija. Era un murmullo de calor que —si acaso— olvidó sobre la piel un roce con el eco de su nombre dejado caer como al descuido, como caen las hojas en otoño; suave crujido dorado que insinuó, leve, un nombre y lo coló en mi mente. A destellos imprevistos le puso una imagen que borró otras imágenes y otros recuerdos.

Fue apenas una ráfaga que invadió —suave como bruma— cada rincón, cada intersticio de la cama, cada espacio de la habitación. Se filtró a los cubitos de hielo, al calor de mi estufa. Mi sueño se trasformó en sonidos implacables, atronadores, que se repiten con la fuerza de lo insensato y la locura. Se grabó como tatuaje pegado al fuego del deseo y ocupó luz y tinieblas. Me machacó el cerebro, ocupó la risa y el llanto, justificó la demencia, se tornó pasión vesánica y —con insensatez— mis labios te llamaron. Desde entonces tu nombre me devora el alma.

Créditos de la imagen: Pixabay

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