LXIII Edición: Temporada de lluvias

La fricción con los días

¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir,
que no sea en el desordenado sufrir
de turbias y sombrías moradas,
subamos juntos la escalera empinada;
observatorio de la naturaleza,
contemplando del valle su delicadeza,
sus floridas laderas,
su río cristalino corriendo;
Permitid que vigile, soñoliento,
bajo el tejado de verdes ramas,
donde los ciervos pasan como ráfagas,
agitando a las abejas en sus campanas.
Pero, aunque con placer imagino
estas dulces escenas contigo,
el suave conversar de una mente,
cuyas palabras son imágenes inocentes,
es el placer de mi alma; y sin duda debe ser
el mayor gozo de la humanidad,
soñar que tu raza pueda sufrir
por dos espíritus que juntos deciden huir.

A la soledad
John Keats

No abrazamos la soledad porque nos embriaga de vacío y ese lugar es tan placentero como aterrador. Si decidiéramos vivir en él, nuestro paso por la vida sería sutil e imperceptible casi perfecto como una pequeña brisa nocturna y marina. No anhelamos el estar solos porque no podemos controlar el ruido de nuestros pensamientos, alguien tiene que ser el depósito de todos esas elucubraciones sin sentido. Y sí… esta larga vigilia necesita de instantes en ausencia, pero esos instantes no pueden ser muy prolongados porque de inmediato dejamos de pertenecer y las puertas de un mundo nuevo e inexplorado se podrían abrir ahí enfrente de nuestros ojos y ese cruce no tiene retorno.

Nos detienen en los campos de la compañía los seres infatigables, seres que demuelen el tremendo peso de existir con un accionar constante e indeleble, son esos bellos seres los que se olvidó nombrar a Bertolt Brecht cuando hablo de los “imprescindibles”, porque para que estos existan, estos indispensables, se necesitan a otros y otras que trabajan en silencio para sostener el andamiaje de lo que los mortales llamamos proyectos, deseos, utopías. Son estos seres casi mitológicos los que nunca se enteran de la depresión o de la ansiedad, son inmunes casi a todo porque siempre están en movimiento. Son un motor eterno que trabaja sin descanso por los sueños de los demás. Estos individuos que son tan esenciales como el aire y el agua compiten perennemente en un estado paradójicamente solitario en contra de la soledad. Su vitalidad y su ritmo son tan brutales que es difícil alcanzarlos, es difícil seguirles el paso, parece que están solos en la lucha contra esa nada que todo lo consume. No permiten que la soledad los alcance y no por que le teman sino porque no les interesa, son del hacer, son del andar, son seres que transforman y traducen la vida en un proceso posible e inteligible.

La mayoría de nosotros no merecemos este impulso vital que nos separa del letargo de la locura y nos aleja de la profunda e inhóspita soledad, no somos dignos de semejante desgaste, no somos dignos de la descarga eléctrica que depositan en nosotros, pero estos seres extraordinarios que nos brindan seguridad y aliento no lo ponen en duda, ellos sólo lo hacen, cumplen con su labor y no distinguen las absurdas diferencias en las que nos ahogamos diariamente, así que depositan el ruido de sus acciones en nosotros que sólo somos “los solitarios”, “los deprimidos”, en qué absurda debilidad nos hemos convertido.

Bajo la dictadura del tiempo, en la que gastamos nuestros días, la infatigable y perentoria marcha de la muerte hace su aparición con elegante desdén para recordarnos con responsabilidad que nuestro halo sólo se sostiene de una frágil fibra. Además, que estamos en el constante abismo de la eternidad en el olvido y que –por más que nos esforcemos– es un destino sin plazos ni revocatoria. Caminamos en enormes círculos rutinarios para tratar de palear el agudo temor de que esta fibra se nos rompa. Es así como aceptamos con injusta alegría la caminata del muerto viviente. No abrazamos la soledad porque –de su excelsa materia sólo comparada con el poderoso mar– obtenemos un pobre y lúgubre reflejo de nuestro ser. No deseamos vivir en soledad porque la muerte acecha verdadera y feroz en cada rincón de las vacías habitaciones que habita. Y a pesar de que entregamos la existencia a un burdo y homogéneo estilo de vida, no estamos del todo solos, nunca, porque esos testarudos inagotables nos obligan a sentir.

Dedicado a Pancho Senior el padre de un amigo  y a César González “El Negro” otro amigo…

Créditos de la imagen: Alexandre Calame “El Invierno” 1851

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