LXIII Edición: Temporada de lluvias

Hasta que la muerte nos separe

Cuando José llegó, lo recibió el silencio. En la casa se insinuaba el olor de un sahumerio. Andrea debía estar haciendo alguna de esas cosas a las que se dedicaba en los últimos tiempos, ¿qué tendría los viernes? ¿Yoga, reiki, meditación, ese ruido de cuencos que iba a escuchar?

Fue a la cocina, abrió la heladera y miró la fuente con la comida que su mujer había comprado la noche anterior, esa mezcla con un nombre impronunciable. Ya que no cocinaba, ¿tanto le costaba comprar algo sencillo como una milanesa con puré, una tortilla de papas o cualquier cosa común y corriente como lo que le hacía su madre cuando era soltero?

Mientras calentaba agua, revisó la correspondencia: impuestos y servicios, los resúmenes del Banco y de la tarjeta de crédito, varios folletos con propagandas y una invitación a una conferencia. ¿De dónde le sonaba ese nombre? Sí, de los libros que Andrea empezó a leer después de aquello. A él, las historias sobre vidas anteriores, reencarnación, migración de las almas y todo eso le parecían un engaño, una forma de sacarle plata a la gente, ¿quién podía comprobar que era cierto?

Se fijó en el detalle de la tarjeta de crédito: en la larga lista de compras vio el nombre de una empresa que viajaba a la costa atlántica. Ellos dos habían hecho varias excursiones. Antes. Hacía mucho, cuando las cosas eran diferentes, cuando sus vidas eran diferentes. Desde que Andrea se había recuperado de la depresión en la que se había hundido hacía casi dos años, ¿se podía decir que se había recuperado?, no era la misma; hablaba del karma, iba a escuchar charlas como esa del folleto que había llegado…

Al principio había tratado de comprenderla, pero ya había pasado mucho tiempo y no habían vuelto a tener una vida normal, aunque tenía que reconocer que antes de aquello la relación no era muy buena. Varias veces él le había insistido para que buscara la ayuda de un psiquiatra o un psicólogo, para que volviera a trabajar, para que saliera con sus amigas, pero ella ni siquiera lo había escuchado. Pensaba que él no había sufrido, que no le había importado. Con el tiempo, la impotencia lo llevó a darse por vencido. ¿Qué se le habría ocurrido ahora? Se acercaba una fecha difícil; el año anterior había sido así y esta vez no esperaba nada diferente, pero ¿un viaje a la costa? Ella siempre había amado el mar, pero ¿justamente en esos días?

Cuando Andrea volvió, José dormía. En la cocina, una mosca se aventuraba por el borde de una taza con restos de sopa. Ya se imaginaba que él no comería; cuando algo no le gustaba ponía la excusa de que estaba cansado y no tenía hambre.

Vio las facturas sujetas con imanes en la puerta de la heladera y los resúmenes de cuentas sobre la mesada. Calentó una porción de chop suey y se sentó a comer. ¿Qué habría pensado al ver su compra? ¿Le preguntaría algo? No, seguro que no. Desde hacía tiempo apenas hablaban. Pensaría que era otra locura; una más después de lo que había pasado. Eso creía su marido: que estaba loca. Ella se había esforzado por explicarle cómo se sentía, pero nunca había logrado que la entendiera. Para él había sido fácil seguir con su vida de siempre, nunca miraba atrás, todo era borrón y cuenta nueva. Esta vez menos que nunca le iba a decir; ni a él ni a nadie. Su decisión estaba tomada y no iba a permitir que la detuvieran.

Al limpiar los restos de comida del plato, encontró el tacho de residuos lleno de papeles. Típico de él, en vez de romperlos en pedacitos hacía un bollo y llenaba la bolsa enseguida. Al desplegarlos encontró la invitación: era del autor de los libros que tenía, el que la hizo tomar conciencia de lo que debía hacer.  Era de esperar que José hubiera tirado el folleto a la basura, para él todo lo que ella hacía merecía ese lugar.

Buscó la fecha de la disertación: sería el día siguiente. Había tenido suerte; por una vez agradeció que él no hubiera triturado los papeles y que no hubiera sacado la bolsa a la vereda. Todavía estaba a tiempo para ir.

Encerrada en su habitación, no escuchó cuando él se fue, pero a la noche la llamó para avisarle que no lo esperara a cenar; comería un asado con sus amigos.

José volvió tarde y fue directamente al dormitorio pequeño. Hacía varios meses que se había trasladado. Andrea no lo dejaba dormir, sabía que él tenía el sueño liviano y aun así se pasaba la noche escuchando el sonido del mar y de las gaviotas, leyendo hasta la madrugada o llorando. Él se desvelaba por más que ella intentara no hacer ruido. Seguía convencido de que a su mujer le hacía falta ocuparse de cosas útiles, poner la mente en otra cosa, así no tendría insomnio. A él le había dado resultado, ¿de qué le valía darle vueltas a lo que no se podía cambiar?

El sábado, Andrea volvió pensativa. En la conferencia no había escuchado nada nuevo, todo lo que el hombre dijo era lo que relataba en sus libros sobre los pacientes que atendía; los que le habían revelado los recuerdos sobre sus vidas pasadas, la espera hasta la siguiente encarnación y, lo más alentador, la existencia de un lugar apacible donde reencontrarse con las almas de aquellos a los que se había perdido en esta vida. Sus padres también habían muerto, ¿estarían los tres juntos? Para ella, la oportunidad de haber escuchado a ese hombre antes de irse no era casual. Todo pasaba por una razón; todo estaba relacionado.

Esa noche preparó las cosas que se iba a llevar; necesitaría muy poco. Mientras escuchaba el sonido del mar, siempre había creído que el mar era el principio y el final de todas las cosas, guardó la carta astral y la túnica bordada que le había regalado José cuando supieron. Buscó también el conejo de peluche blanco, ¡por supuesto que se lo llevaría! Todavía le dolía verlo, ¡tenía tanta ilusión cuando lo compró! Su marido se había deshecho enseguida de lo demás, había aprovechado los meses que ella pasó en el vacío insonoro de la depresión para regalar o tirar todo, pero nunca supo por qué el peluche siguió en la casa. Tampoco había querido preguntarle.

Estaba segura de que en ese momento él escuchaba sus idas y venidas desde la otra habitación, ¿cómo podía dormir ahí? Algunos muebles ya no estaban y las paredes habían quedado vacías, pero ella no podía entrar sin revivirlo todo.

Del otro lado de la pared, José oía los pasos y ese eterno, insoportable vaivén de las olas. ¿Qué estaría haciendo Andrea? ¿Había decidido abandonarlo? ¿Por eso había comprado el pasaje a la costa?

Se incorporó en la cama. ¿Y si le preguntara? ¿Si hiciera el intento una vez más? No, no valía la pena, Andrea se había encerrado en el mutismo y él ya no tenía energías. Ella se engañaba al creer que no había sufrido, que ya no le dolía, pero ¿qué podía hacer? Lo que había pasado era irreversible. ¿Por qué su mujer no lo entendía?

Volvió a acostarse y apagó la luz.

Andrea sabía que esa noche no dormiría y que pasaría el domingo yendo y viniendo por la casa, ¿o sería mejor salir a caminar, a recorrer los lugares familiares? A José no le llamaría la atención y si se daba cuenta no le importaría. Sí, salir le haría bien; la ayudaría a soportar las horas hasta el lunes. ¡Faltaba tan poco!

Esa mañana, cuando José se fue a trabajar, ella cargó su mochila en la espalda, ¡por fin había llegado el momento!, miró a su alrededor por última vez y cerró la puerta. Se sentía feliz; pronto los cuatro estarían juntos.

Para José sería un lunes más; para ella, no. Justo el día del segundo aniversario, iba a buscar el lugar donde todo empezaba otra vez.

9 comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.