LXIII Edición: Temporada de lluvias

Colada de alpiste

Cuando sucedió lo de la operación comercial que involucró al canario, quedaban en la casa tres mudas de ropa de mamá y tres mías, dos platos hondos, dos pandos, dos cucharas, dos tenedores, dos cuchillos de mesa y uno de cocina, un cucharón de palo, tres ollas y polvo y basura cuyo encono había derrotado a la escoba.

En lo relativo al afecto, quedaban el recuerdo de papá, que estaba en la guerra y en cualquier momento regresaba, diez fotografías familiares en blanco y negro y el canario, que jamás había cantado. Yo le silbaba y eso a él no lo conmovía. Mamá le hablaba en un lenguaje extraño y el pájaro tomaba impulso para cantar, pero a último momento recordaba que era mudo y se quedaba callado. Era el único canario del barrio que no cantaba: su fama había ya superado las fronteras del pueblo y su alborotado silencio alcanzaba los pueblos vecinos. Un canariólogo de la capital vino alguna vez a revisar sus cuerdas bucales, pero se fue prometiendo enviar un informe y nunca más se supo de él.

Hasta ese momento, menos los dos últimos meses, habíamos sobrevivido con los giros que mandaba papá de lo poco que el ejército le pagaba; pero esto, como ya dije, no había vuelto a suceder, y habíamos tenido que ir vendiéndolo todo para comprar comida.

Don Flórez, el dueño de la tienda, dijo esa mañana que no nos fiaba más y que teníamos que pagar lo que adeudábamos. Esto desanimó a mamá y la contagió de un silencio tal que cuando volvió a casa pensé que sólo le faltaban las plumas para ser hermana del canario. El pájaro también lo notó y se puso por primera vez en la vida a emitir unos ruidos parecidos a los del idioma que usaba ella para intentar que él cantara, lo que la obligó a mirarlo. Después de un análisis exhaustivo de yo no sé qué, me dijo:

-Mijo -me miraba como si una inmensa vejez se le hubiera empozado en los ojos-, vaya donde don Flórez y dígale que le cambiamos el canario por una libra de carne y seis papas. Con eso cocinamos y esperamos a papá que llega mañana.

Era tal el hambre que no me detuve a preguntar de dónde sacaba esa certeza. Cogí la jaula con el canario y me fui a la tienda, de donde regresé más triste que mamá.

-¿Qué pasó, mijo, negoció el canario?

-Sí, ma, pero mal.

-¿Cómo que mal? -su rostro era un gran signo de interrogación.

-Es que don Flórez dijo que ese pájaro mudo valía si acaso lo que se comía, y me dio este kilo de alpiste que, por lo que le hemos comprado, es lo que calcula que el canario ha comido desde que un mal viento lo trajo al pueblo.

-Pues mijo, qué se va a hacer. Ponga la olla grande con agua hasta la mitad y hagamos colada de alpiste para el almuerzo. No, échele algo más de agua para que alcance para la comida y un poco para su papá, que va a llegar muerto de hambre.

Cuando ambos escuchamos la palabra muerto, que ella pronunció, pensamos en papá y nos pusimos a llorar, y todavía a las seis de la tarde ninguno se había movido a ir por el agua para hacer la colada.

Créditos de la imagen: Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/harina-cereales-los-alimentos-1582010/

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