LXIII Edición: Temporada de lluvias

El récord

Ella sólo sabe que quiere batir un récord. No importa cuál, pero necesita que su nombre aparezca en algún lado, aunque sea en un comentario perdido de una revista barrial. Una triste nota, apenas visible, escrita por un periodista aburrido quien por carecer de material nuevo, y en un intento de auto salvataje laboral, incorpore a último momento su hazaña para conservar su mediocre puesto de trabajo. Aunque sean tan sólo dos líneas tristes redactadas con total carencia de talento literario, aunque ese texto mínimo y sin gracia pase al olvido en segundos, y en el olvido también quede su gran proeza, aunque la gente lea la noticia y bostece o arranque justo esa hoja y la use para limpiar los vidrios, o peor aún: para levantar la caca de su perro. Ya los imagina a todos esos chicos de buena familia, con sus anteojos de sol modernos, paseando por Recoleta a sus perros horribles y asquerosamente caros. Sí, ellos, los indiferentes de siempre que nunca miran a nadie, dándole la vuelta a la manzana a su cuadrúpeda adquisición en dólares, esperando a que el can se decida a cagar. Posiblemente, antes de sacarlo a dar un paseo arrancarán esa página, justo esa página de esa revista barata en la que un mediocre escritor le dará un ínfimo espacio a su relato, si es que en algún momento encuentra algún récord para batir. Patética edición de bolsillo que más que seguro dejarán bajo la alfombra del lujoso departamento de ese idiota adinerado. Sí, sobre ese pedazo de papel, y más exactamente sobre su proeza, atajarán excremento canino, sabiéndose observados por la gente, y sonriendo de punta a punta por la buena actitud de ciudadanos limpios. Después de eso, llenos de asco, tirarán la bolsa a un tacho oscuro y sin retorno.

Lo único que sabe es que quiere batir un récord, pero ahora no puede pensar bien en cuál, porque de repente, un odio inmanejable la toma por completo. “¡Malditos sean los saboteadores de mi posible éxito! Me las van a pagar, uno por uno”. Descarga la maldición desde su balcón, haciendo que su gato salte asustado a la calle y provocando un duro sonido contra el asfalto. Sale de su departamento pateando puertas, con un enojo tan intenso que le hace estallar varios capilares de la cara, dejándola roja e hinchada como una hamburguesa a medio hacer.

Camina rápido por la Av. Corrientes hasta Pueyrredón donde está la editorial en la que, más que seguro trabaja el infeliz que posiblemente publique en algún momento su historia, cuando ella finalmente encuentre qué récord batir, si es que lo encuentra. Ya lo ve desde afuera a través del ventanal sucio de ese sucucho. El muy desgraciado toma café y sonríe. “Ya te vas a dejar de reír”. Sin detenerse a pensarlo, entra hecha una loca, levanta una gran abrochadora del escritorio y con un golpe seco en la cabeza lo mata. “Ahí tenés, mal parido. Ahora no vas a tener que preocuparte por si te despiden”.

Cuando sale del lugar se siente mejor, todavía no está en paz, pero sí más calma. Sigue caminando hasta la Avenida Alvear y de golpe le entra mucha hambre. Hace una parada breve para comer unas medialunas y cuando las está terminando ve pasar a un gato que le recuerda al suyo, que tal vez ya se lo estén comiendo los perros en la vereda. Eso entonces la lleva a pensar en ese otro perro inmundo que seguramente se cague literalmente en su récord, si es que en algún momento encuentra alguno que romper, y así otra vez pierde la tranquilidad. Se acuerda también del dueño del detestable animal, y ya se larga a correr como poseída para llegar a Plaza Francia. En cinco minutos está ahí, transpirada, con el corazón latiéndole tan fuerte que un pájaro se asusta y fallece de un paro cardíaco.

Es cuestión de esperar a que llegue, y llega. Es alto, vestido con ropa cara, y pasea a un Bulldog negro y feo como un murciélago. Lleva con él la bolsita para los desechos. “Sí, ahí están los muy asquerosos”. No ve aún la página de la revista donde posiblemente saldría la nota de su récord, si es que en algún momento encuentra un récord para batir. El can va de un lado al otro olfateando todo sin dar señales de mover el vientre. Pasan unos quince minutos y se queda quieto, arquea el lomo, levanta sus patas traseras y se pone a decorar las baldosas como un artesano de la caca. El dueño mira el inmundo dehecho y acto seguido pasa a levantarlo con una palita para meterlo dentro de la bolsa. “¿Y mi historia?, ¿dónde está mi historia?”. Se desespera porque entiende que ni para limpiar mierda fue capaz de usarla. Corre hasta alcanzarlo y con una roca le pega una embestida en la nuca que lo hace caer muerto sobre un arenero. El perro se escapa. Mala suerte.

Ella ahora sí que está en paz para pensar qué récord puede batir hoy.

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