LXIII Edición: Temporada de lluvias

La tumba de piedra

A los treinta minutos de que nos subimos al coche, el conductor empezó a reclamarnos. Repetía su pregunta varias veces, ¿para qué? Decía que era un muerto más, que él le conocía sus verdades y que nos recomendaría un par de programas de televisión para que nos informáramos. No había razón para hacer tanto movimiento –insistía— pero la verdad no tenía por qué importarle, no nos llevaba de manera voluntaria. Había pedido una cantidad considerable de dinero para hacer el viaje, pernoctar en la ciudad y regresarnos al día siguiente. Por nosotros nos hubiéramos ido caminando, pero ya no había tiempo. El resto de los transportes de la isla se encontraban saturados. En pocas palabras, o viajábamos con él o no llegábamos. Tal vez hubiese sido mejor no haber hecho el acuerdo de antemano y buscar a otra persona con vehículo llegando. Por lo menos la hubiésemos entrevistado, además primero me habría sentado en los asientos del carro. Eran demasiadas horas, al menos que estuvieran lo suficientemente cómodos. Hasta le habríamos propuesto incluso mejor rentarle el coche, sin conductor, mandarlo a tapizar y manejar nosotros. El lugar en el que me tocó viajar tenía un pico que presionaba contra mi pierna derecha. No teníamos por qué caerle bien al conductor, pero tampoco había motivo para que anduviera malhumorado. Él decía que le gustaban los viajes en los que venían turistas extranjeras a las que llevaba a recorrer algunas playas y destinos del centro del país. Decía que ya sabía un poco de inglés, además que les tenía preparado un kit de playa. Nosotros, tres hombres a los que no encontraba atractivo alguno, no éramos su objetivo. Aún así quería el dinero y además conocer aquella parte del oriente a la que nunca había ido. Él no viajaba si no tenía porqué, decía, su mayor posesión era su carro y no lo quería desgastar innecesariamente. Hacía énfasis en que –aunque la hojalatería no fuera perfecta— el motor sonaba bien y tenía llantas nuevas. Es cierto que no parecía que nos dejaría tirados a media carretera, pero el carro sí que era incómodo. Los asientos modificados no nos dejaban dormir. Se le movía todo. Además aprovechaba cada momento en que nos quedábamos dormidos para colocar música que no nos gustaba. En fin, le estorbábamos.

Las instrucciones que le dimos eran claras, había que llegar hasta el punto final la noche anterior al funeral o no nos dejarían pasar. Por la misma carretera circulaba un jeep militar con un par de motocicletas por delante y detrás. Decían que era el mismo carro que hacía casi sesenta años había sido seguido por una estación de radio en su viaje desde las montañas al oriente hacia la Capital. Ya pronto llega, repetía todos los días el locutor, pero las personas lo iban deteniendo más de la cuenta en los cruces con las estaciones de ferrocarril. Querían verlo, decían que era un jeep pero no de qué color y además, no había demasiados de ésos en la isla. Los que iban sobre él tampoco tenían prisa, descendían para colocar flores en los sitios en los que habían peleado y hacían sobremesa. –Ahora sí está llegando— decían en el radio —ya es la buena—. Finalmente entró por la avenida central en la que se podía ver el mar a lo lejos. Sólo faltaba una breve parada de recarga de combustible para que no los fuera a dejar tirados en el centro. -¡Llegó! ¡Llegó!- repetía el locutor– y sí, el convoy llegó.

En nuestro caso también paramos a la mitad del camino en una gasolinera, pero sólo para que el conductor preguntara en dónde se despachaba combustible robado a mitad de precio. Le dijeron que en la casa que se encontraba a un costado pero que podía esperar ahí un momento y se la traían. Mientras tanto nos hicimos a un lado junto a una barra de café y galletas. Preguntamos por el jeep, nos dijeron que tenía dos días que había pasado por ahí y que estaba recién pintado. El ejército lo había renovado aunque efectivamente era el mismo de hace unos años. Le insistimos al conductor con la prisa, teníamos que rebasar ese mismo día la caravana en la que iba el difunto y tal vez tener una noche de ventaja para acomodarnos en la ciudad y encontrar el punto adecuado para presenciar el funeral. Nos habíamos preocupado en cómo llegar, pero habíamos dejado la planeación del evento al final, no teníamos hecha ni una sola pancarta, por lo menos necesitábamos alguna consigna. ¿Qué le íbamos a decir al cortejo fúnebre? Habíamos recorrido la isla entera sólo para verlo pasar, ni modo que nos quedáramos ahí parados. Iba a haber un tumulto, las calles estarían llenas, habría poco tiempo de maniobra, ¿y nosotros lo dejaríamos pasar así nada más? Lo que teníamos que hacer era conseguirnos unos brazaletes conmemorativos, tener la memoria y la batería del teléfono preparadas para tomar fotografías, amarrarnos a un poste con buena altura, ir al baño previamente y esperar pacientemente en una de las esquinas.

Pasó el jeep, le tocaron la corneta y continuó. No queríamos que eso fuera todo. Salimos de la plaza, caminamos unas cuadras y buscamos otra calle por la que también cruzaría el vehículo. Insistimos en ver pasar el carro dos o tres veces más. Pasaba y volvíamos a caminar, nos le quedábamos viendo a la caja de madera, a la bandera que la cubría por arriba, a las letras blancas del costado. Ya se iba el carro con el comandante y la gente caminaba con él. Llegó el punto en que la caravana dio la vuelta hacia una carretera y los perdimos. Nosotros seguimos caminando ahora hacia el monumento central en el que se estaban juntando las personas para los últimos discursos. Faltaban unas horas para empezar, nosotros teníamos hambre y había sólo unas cuantas vallas para dividir a las personas en bloques. Se permitía el paso libre por los pasillos. Nos dividimos. Uno apartó los lugares y dos salimos a comprar. Conseguir agua no fue complicado pero después, al intentar pagar, no funcionaron las tarjetas. Compramos lo que alcanzó con las monedas que nos quedaban y fuimos de regreso. El problema sería del chófer que nos estaba esperando. Al día siguiente se resolvería o tal vez no, aunque capaz que estrellaba el automóvil por el coraje. Regresamos a la plaza, los pasillos se cerraron, nos sentamos en el cemento. Había muerto el comandante, por eso estábamos ahí. Yo ya había asumido que para el mediodía siguiente nos quedaríamos sin dinero.

Una vez que se abrieron las primeras calles de la ciudad salimos de regreso. Nuevamente tenía que ser temprano, antes de que la caravana comenzara la vuelta a la capital. Logramos salir a la carretera y atravesar los retenes. Faltaban mil kilómetros y el conductor se apuraba. Estaba cansado, ya quería llegar, decidió que no dormiría hasta dejarnos aunque seguía reclamando en su cabeza –tanto estrés por ver una caja de madera—. Sí, lo podíamos ver por televisión pero nosotros le pagamos a él para que nos llevara hasta la ciudad del velorio. Claro, nosotros no teníamos dinero suficiente, pero eso era circunstancial. Él no lo sabía y tampoco había forma de corregirlo.  

Gritaba por la ventana a los que se le colocaban enfrente. Nos tomaba de pretexto. Decía que nosotros teníamos que regresar a cierta hora, que era verdad –efectivamente— y que él quería su dinero. Ya recostado sobre la parte trasera del carro pensaba sobre lo que todavía se decía en el radio. El jeep con la urna funeraria había llegado al panteón. Hacía tiempo que habían preparado el espacio. Bajaron una piedra de al menos cuatro metros de diámetro de la montaña, le hicieron un agujero y sobre de ella incrustaron la lápida. Una tumba natural e integrada, rodeada de helechos para recrear la serranía. El difunto no quería que le colocaran su nombre a las calles ni a las escuelas. Una piedra, él sólo quería ser piedra. Los que dieron los discursos de despedida no estaban demasiado de acuerdo con la idea pero, ¿quiénes eran ellos para contradecir al muerto unos días después de caído? Ni modo, escribieron su voluntad en un papel y la mandaron al congreso. La ley para no ser recordado, vaya ritual funerario. Mientras tanto el carro volvía a pasar por la ciudad de Las Tunas y escuchaba al copiloto decirle al conductor que no corriera, que había caballos, que casi arrollaba a una carreta y le tiraba toda la caña al piso, que al menos se detuviera por un café, que el asiento estaba cada vez más incómodo y que debería aprovechar el dinero para arreglar el carro en vez de estar pensando en un estéreo nuevo.

Uno de los tres que viajamos se quedaba a 100 kilómetros de la capital, pero el conductor, fastidiado, quería que ahí nos bajáramos todos. Pedía lo que faltaba del dinero, le dijimos que eso sería sólo hasta el final, qué así era en cualquier servicio, qué a poco él pagaba su comida antes de comerla. Claro que llegaríamos a nuestro destino –insistió—pero ya nos tenía organizado otro carro. Él se quedaba. No hubo manera de convencerlo, entonces nosotros le dijimos que ahí tenía 100 y qué gracias por todo. Se le adeudaban 300, pero con eso del inconveniente de que el carro no llegaría hasta el destino acordado quedábamos a mano. Nos reprendió. Nos dijo que a quién se le ocurría pedir un servicio si no tenía el dinero para pagarlo. Pues a nosotros, por supuesto. A la otra que hiciera un contrato y que le arreglara los asientos al carro.

Seguimos el camino ya en el otro transporte con nuevos pasajeros. Una piedra en un cementerio, una placa verde y sólo su nombre de pila tallado. Este conductor conducía más tranquilo. Conversaba. Me tocó ver el jeep cuando pasó por aquí –mencionó— yo le llamé a mi hijo como él. No se encuentra uno todos los días a un hombre como ése en el supermercado. Hasta nos llevamos una sombrilla para esperar desde temprano. Lo trajeron por la calle más ancha. Primero vimos las motocicletas, luego la caja. Venían lento, se detenían de vez en vez, pasó justo enfrente de nosotros. Tal vez nos tocó observar la urna dos o tres minutos. Ya ni se veía nada y nosotros seguíamos ahí. Para eso era la sombrilla, para no tener prisa.

Bajé en el aeropuerto. Mi otro compañero siguió de frente hacia el centro. A dormir, a pegar una borrachera, a buscar qué comer. Ya le mandarían dinero mañana. Prolongaría su estancia. Yo seguía pensando en la piedra, en el monumento central, en la bandera sobre la caja, en que ninguna calle llevaría su nombre.

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