LXIII Edición: Temporada de lluvias

Ellos

Para algunas personas es muy fácil enojarse. Casi inevitable, un don natural ese de poder encontrar algo mínimo que encienda un fuego al máximo. Regodearse con la molestia, hacerla crecer, aprovecharla como excusa para explotar, para atacar, para sufrir, y hacer sufrir. Pero él no era así. Él no podía enojarse. Su carácter me hacía pensar en un agujero negro que absorbía todas las palabras duras, las malas intenciones, los momentos incómodos, haciéndolas desaparecer antes de alcanzarlo. Me acuerdo de la primera vez que lo vi. Salía de un edificio en Balvanera, y guardaba un sobre de papel madera en su mochila. La indemnización con la que iba a poder tirar unos meses hasta encontrar otro trabajo. Todo su dinero, sus documentos y sus planes estaban ahí. Imaginaba yo que su entusiasmo también, pero eso nunca lo perdió. Una moto paró en la esquina, la mujer lo empujó y un tercer hombre le arrebató sus cosas. Yo estaba ahí, viendo desde la vereda de enfrente. Así nos conocimos. Entre la indiferencia de los que pasan de largo y la sensibilidad de los que no podemos evitar ponernos en el lugar del otro, y sufrir. Ahí estaba yo. Me gustaría recordar que lo ayudé a levantarse, pero no fue así, no me lo permitió. Él se puso de pie por su cuenta, se sacó la mugre de las rodillas, y miró hacia la calle tratando de divisar a los que se habían llevado sus cosas, o eso parecía, no sé. No lo noté asustado, ni enojado. Sólo algo ausente, pero tranquilo. Me agradeció por acercarme, y se puso a caminar, así, sin nada. Lo corrí para preguntarle si tenía plata para volver a su casa, que si quería hacer la denuncia, que lo acompañaba. Me aceptó el dinero para el colectivo, y mi número de teléfono para una voz amigable por si alguna vez quería hablar.

El teléfono fijo de mi casa sonó un año después de aquel día. No recordaba que me hubiese dicho su nombre.

-Soy José, el hombre que usted ayudó cuando le sacaron la mochila. Con la moto, esa gente, ahí por Once.

Teníamos prácticamente la misma edad, pero jamás me quiso tutear.

-Ah, sí, hola. Qué sorpresa tu llamado. ¿Cómo estás? ¿Pudiste recuperar tus documentos?

-No, bah, ese día ya no. Pero los hice de vuelta, y ya estamos bien.

Siempre hablaba como si fueran muchos “José” los que lo conformaban, o como si “José” no fuera él. Sin pensarlo se me escapó un “¿Querés tomar un café mañana?”, y él aceptó enseguida.

-Sí, a José le gustaría mucho.

Así empezó nuestra extraña amistad. Y cuando digo “extraña”, es tal vez porque yo antes no había tenido un verdadero amigo, y me resultaba raro que alguien me escuchara tan atentamente, que me mire a los ojos cuando le contaba mis cosas, que me haga preguntas, que me espere pacientemente en esos momentos cuando la garganta se me cerraba, y compartir mi mundo con alguien más parecía imposible. Tal vez por temor a lo que harían con mis palabras, a no darles valor, a que nadie pudiera tener fuerzas para soportar las altas y bajas de mi historia. Era en esos momentos de tristeza honda, cuando mi voz se quebraba con frases frágiles que hablaban de la existencia, del amor, del dolor, de los miedos, de la vida y la muerte, cuando mis ojos se ponían rojos de contener el llanto, cuando las heridas se abrían todas de golpe, ahí estaba José para atajarme y mostrarme con cuentos, dibujos y anécdotas que siempre había un puente para cruzar el precipicio.Sí, ese era José, un amigo, mi amigo.

Hablábamos tanto, de todo, de nada. Muy culto, apasionado por el arte, ilustrador de obras preciosas que me regalaba como si fueran simples garabatos. Nunca se animó a exponer sus trabajos, a hacerse notar, a que le llegue la admiración que le correspondía. Sabía todo de mi vida, pero yo nunca supe nada de la suya. Pregunté, claro que pregunté, pero eran preguntas al vacío. Él sólo me miraba y hacía silencio.

A los pocos meses de conocernos me dijo que se mudaba a un lugar más grande, cerca de Pompeya. No me quiso dar la dirección, pero me aseguró que “estaban bien”, que no me preocupe. Y yo sabía que algo no estaba bien, pero a diferencia de José, que sabía hacer las preguntas correctas y de la forma correcta, a mí me costaba bucear en su interior, no sabía cómo.

Nos seguimos encontrando siempre en el café de San Telmo, pero ya no tan seguido. Él me decía que tenía poco tiempo: “José está con poco tiempo, te pide disculpas”. Y me miraba con esos ojos dulces, pero perdidos. Y yo sufría pensando lo peor, pero asumiendo que era mi negatividad, que nunca me permitía pensar lo mejor.

Solía llamarme todas las mañanas para saludarme:“Llamame entre las 10 y las 11 que seguro me encontrás en casa”. Pero esa vez el teléfono sonó de noche, y cuando atendí se hizo un largo silencio que me asustó.

-Perdón la hora en que te llama José.

Y un minuto de pausa que no terminaba más.

– ¿Pasó algo, José? Decime.

-No, no. Estamos bien. Era para charlar un ratito.

– ¿Seguro?

Al día siguiente quedamos en vernos. Estaba muy contento. Hablamos de unos libros que habíamos intercambiado. Me había prestado uno de pintores y yo una novela de Juan José Saer, “El Entenado”. Tomábamos capuchino con medialunas y, de repente, se puso triste. De la nada, se le llenaron los ojos de lágrimas, y los dedos se le pusieron inquietos sobre la mesa. Hundía el servilletero de metal sin parar.

-Es que ellos ya no me hablan-.

El corazón me empezó a latir rápido.

-No sé qué les hice. Vienen, pero no hablan.

Tomé el último trago que estaba en la taza, le agarré las manos y le dije que yo estaba y que siempre le iba a dar mis palabras a él, y a ellos.

Nos despedimos con un abrazo y José se tomó el 152 a Pompeya.

Ilustración de la autora.

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