LXIII Edición: Temporada de lluvias

El mar

Desde la perspectiva de lo sublime, la tempestad no parece ya la manifestación de la cólera de Dios. Se hace movimiento impenetrable de lo desconocido, paisaje dinamizado, desprovisto de toda presencia humana. El desencadenamiento del océano, inmensa extensión implacable, indiferente al tiempo humano, pone fin a la complicidad del hombre y de una naturaleza que le sería ofrecida como espectáculo por la divinidad. La confrontación súbita con lo inconmensurable crea una quiebra temporal, provoca un estupor momentáneo del  alma, que se hace incapaz de razonamiento. El vértigo de lo ilimitado hace sentir al hombre su finitud. Ésas son las emociones, descritas bajo el vocablo «horror exquisito», experimentadas frente a ese océano que no guarda huella de la intervención humana, de ese paisaje que no se podría ni planificar ni moralizar.

Alain Corbin

La extravagante exuberancia del mar cubre una gran parte de nuestro imaginario que, sofocado por la inmensidad y la profundidad de sus misterios, torpemente ha navegado sobre él. La curiosidad -transformada en ciencia- sólo ha logrado confirmar lo que el genio poético ya nos había dicho. Este mar que nos habita y nos rodea, que nos mantiene insertos en estas fronteras, es un terrorífico y hermoso cuerpo que insondable nos empuja a nuestros propios abismos. Kilómetros de playa como vestigios diluvianos, una extensa piel que emerge del manto liquido es el único acceso a los diminutos cuerpos que atemorizados por su belleza acercan sus pies desnudos a este gran espejo que refleja la angustia de los deseos no cumplidos.

Este cuerpo inconmensurable de carácter ecléctico se nos presenta maldito e inconcluso, un lugar prohibido que lo devora todo, que no tiene compasión y se rige bajo los ritmos de un impredecible y gran traidor, siglos nos hemos tardado en entender que en las fosas marianas habita su alma, que sus largos y perfectos cabellos se vislumbran en Sundarbans, que sus hermosos dientes se asoman en Queensland y que un espléndido pezón desde donde brota el fuego más intenso nace en el Mauna Kea para erigirse como el seno más alto y más bello. Nos relegamos a tierra firme para vivir presos de una estéril certidumbre, de la promesa de un paraíso bíblico que más que paraíso es un invernadero para controlar los sentidos y reducir el cuerpo. Mitigados por el sol vivimos en la pesada angustia del lugar que podemos “controlar”, de un cuerpo mancillado y repleto de cicatrices, orgullosos de ese tatuaje de concreto con el que invadimos el valle y la montaña, vivimos en la dictadura del mapa que observado desde el cielo parece el abdomen cuadriculado de un hombre que se niega a envejecer y morir, atrapados en el acuoso reflejo del mar, de ese cuerpo ajeno a nuestros mezquinos caprichos.

El mar

Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas
tardes, la luna, el fuego de una hoguera.

¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.

Borges

El paisaje marino -aunque infinito- nos deja ingresar con cuidado a los contornos de su ser, nos permite vivir el terror y el maltrato que ignorantes hemos tratado de infringirle pero también nos recibe en la suave calma de una noche sin tormentas. Un ente vibrante, indómito y sensual, el mar es un cuerpo de mujer que libre se entrega a sus propias batallas, que excluye con honesto arrebato todo aquello que le sobra lo que no necesita, ese cuerpo que aún somos incapaces de querer y que mantiene en latente pertenencia el poder de decisión de nuestra existencia.

Escribía Anita Conti tal vez como una reflexión sobre la experiencia de lo que significa navegar sobre un cuerpo infinito, su propio cuerpo, el mar:

«Sobre las olas inmensamente parecidas y diferentes sin fin
Hacia los horizontes que se alejan
Hacia las estrellas que nacerán
Hacia el infinito del azul que ennegrece
Un navío que va hacia los bordes del cielo
Con su casco de hierro desgarra las aguas
Y yo, en él, prisionera.»

Créditos de la imagen: Claude Joseph Vernet, Vista nocturna de puerto con pescadores, 1753. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.

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