LXIII Edición: Temporada de lluvias

¡Los Reptilianos existen!

Me encontraba en un local bebiendo café, mientras estaba enfrascado en la lectura, escuchando en mi mente el sonido de los pensamientos de un hombre que jamás he conocido, cuya materia orgánica tiempo tiene que se ha disuelto de nuevo en la tierra, pero quien me transmitía mediante bellos y estructurados símbolos, ideas y conversaciones que me parecían contener una sabiduría que no he hallado entre los vivos.

Fui interrumpido de mi concentración por otra conversación, pero sostenida ésta entre dos vivos y expresada mediante ruidos y gruñidos: escandalosas inflexiones vibrantes de la sustancia gaseosa en la que estamos inmersos… que hacían operar el mecanismo de mi audición de la manera más molesta.

Encontré su lenguaje rudo y vulgar, ofendiendo con su cacofonía el sonido que aquel otro bello lenguaje plasmado en el papel producía en mi audición interna, desafiándolo en injusta y odiosa competencia por atraer mi atención.

Fue así como me fui entregando a las ruidosas palabras, abandonando las sabias palabras del silencioso muerto. Y fui encontrando en la materia de su discurso una morbosa diversión que incitó mi curiosidad. Había uno que llevaba la batuta de la conversación, un hombre gordo que escupía una serie de ruidosos argumentos hacia el otro integrante del dúo, quien hacía la función de receptáculo a la montaña de disparates y de enredosos delirios que éste iba construyendo con sus palabras.

Era éste un hombre de grandes dimensiones cuyo aspecto era flácido e impreciso, de mirada astuta y maliciosa, manos blandas y cobardes. Pero su voz era como la emisión amplificada de un megáfono y resonaba con fuerza en los confines de este pequeño local.

La materia de su discurso era una tal teoría que, al parecer, había sido sembrada en los malsanos campos de su imaginación por una serie de libros que no debían haber sido jamás escritos. En esencia, hablaba de una división entre las razas de los hombres ocurrida en el principio de los tiempos.

Y por principio de los tiempos hacía referencia a aquella época en la cual Adán y Eva caminaban por el Edén en inocencia, bajo la protección de una poderosa deidad aún no encolerizada: eventos que según entendí, él concebía como hechos históricos.

Y luego procedió a relatar el origen, en estos tiempos, de un gran cisma entre las razas de los hombres. A través de Caín y su descendencia maldita, me pareció escucharle decir, fue a pasar esta escisión entre la unidad primordial de nuestra especie; ya qué él y sus hijos, siendo maldecidos por la deidad suprema, fueron a portar la insignia de la calumnia más atroz en su frente.

Fue este el punto en que el hombre departió de las sagradas escrituras, pasando a relatar cómo éste fue el origen de una tal llamada por él “Raza de Los Reptilianos”; y siendo la insignia que portaban en la frente nada menos que la Serpiente aquella que traicionó a nuestra especie, tentándola con el irreverente acto de hurtar el conocimiento del bien y del mal, el cual crecía como el fruto de aquél árbol primigenio, y que algunos han nombrado el acto progenitor de la muerte y el sufrimiento.

Luego se expandió a detallar con precisión las idas y venidas de los crueles descendientes de esta raza maldita. De cómo eran éstos los que siempre estaban detrás de las grandes guerras y tragedias que han asolado la historia de nuestra especie. Describía su personalidad como del que es cruel y frío y egoísta, que no se detendría ante obstáculo alguno para alimentar los pozos infinitos de una ambición eterna, y que siempre habría de desafiar a ese Padre traidor que se atrevió a maldecir a su progenie.

Hablaba de cómo los integrantes de esta enigmática raza de hombres que vivían aún ocultos entre las instituciones más respetadas, colocados con estrategia en los lugares más decisivos, moldeando con crueles y sangrientos designios los caminos y destinos de toda la raza humana.

“¿Y pues qué los distingue del resto de los que crueles e ignorantes que integramos esta especie?”

Preguntó asustado el incauto receptor de su discurso. Y también yo, pero en el silencio de mi mente.

Y procedió a responderle, de una manera que pareció elevar de forma exponencial la activación de su locura. Sentí yo cómo con cada palabra que añadía a su absurdo discurso, se iban viniendo abajo los pilares que mantenían su mente en algún estado de mínima estructura compatible con la realidad.

Sin embargo, lo que más me impresionaba, era la manera de su discurso, que simulaba a la del académico que discute con autoridad la materia que le atañe y que lo imbuye de respeto.

Vino a relatar entonces las sutiles diferencias que nos distinguen de esta raza marcada por el odio del numen. Comenzó a hablar de ritos de sangre, donde el preciado líquido vital era consumido con avidez por estos extraños seres en maligna ceremonia. Habló luego de otros rituales de naturaleza horrenda y primitiva, que daban eco a salvajes prácticas que me remontaron a la oscura noche de la conciencia.

Culminó su cátedra exponiendo nuestra completa sumisión a la tiranía de los Reptilianos. Hablando de rituales de sangre en la Casa Blanca y en los Pinos, cualquier sitio donde ocurriera el poder; de la influencia absoluta que estos seres tienen sobre el destino de la humanidad entera.

Y se calló al fin, habiéndose agotado tal vez la rata enloquecida que corría frenética en los obscenos laberintos de su mente.

Me disponía yo a olvidar con prontitud todo lo vivido en este tan olvidable momento, cuando vi al hombre dirigirse hacia el sanitario, con una urgencia que me hizo pensar con desagrado en la obscenidad de sus tripas estrujándose frenéticas como un reptil, sumergidas en un oleoso mar de tejido adiposo.

Y de pronto, sentí entrar en mí una motivación a actuar, como si hubiese sido arrojada desde algún lugar remoto en forma de alguna flecha incorpórea, como si me hubiese atravesado una lanza intangible llena de oscuros designios.

Percibí el entorno en maneras desconocidas para mí, como si en un instante hubiesen surgido a la luz miles de sentidos que yacían durmientes en las profundidades de mi ser. Percibí miles de olfatos y vibraciones que circulaban en rededor mío, que me dibujaban detalladísimos mapas de aquí a siete cuadras.

Con malicia penetrante descubrí poder entrar a la mente de los hombres, como serpiente invisible que se desliza por la puerta de sus ojos hasta llegar a sus pensamientos más ocultos. Sentí en mí el despertar de arcaicos instintos procreados en las frías oscuridades de junglas antediluvianas.

Y cuando sentí en mi frente el ardor de un fuego eterno que adquiría la forma de una insignia, fue cuando recordé. Recordé que era el emblema de la Madre, la mía y la de todos nosotros. Nuestra gran Matriarca, que desde un principio nos ha guiado por los precisos caminos de la Vida y el instinto más puro, burlándonos siempre de la ilusión de esos débiles que siguen al Anciano aquel que se arrastra por donde no hay vida, y a su Hijo único, cuyo cadáver sangriento yace clavado a unos maderos entrecruzados.

Repté entonces con el silencio más absoluto, dirigiendo mis ojos astutos hacia el lugar aquel donde el obeso descargaba sus inmundicias. Percibía el entorno con mi órgano vomero-nasal, el cual había olvidado incluso poseer, de manera que ahora nadie nunca me podría ganar en sigilo y astucia. Llegué a la puerta y me arrastré por el resquicio, tomando desprevenido al irreverente imbécil que ni siquiera supo cómo murió. Hundí mis venenosas fauces en su blanda carne de cobarde, y disfruté observando el proceso de su agonía, mientras se debatía con debilidad contra las garras de su muerte, embarrando su cuerpo moribundo con sus propios excrementos. Ya cuando vi la luz partiendo de sus ojillos maliciosos, le susurré, en tono triunfal y con lengua bífida.

Créditos de la fotografía de portada: Pixabay, https://pixabay.com/es/illustrations/acuarela-ojo-cocodrilo-reptil-3138407/

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