LXIII Edición: Temporada de lluvias

El artista y el cambio

Los que escriben las biografías de los mimos, payasos, magos, pintores, músicos, escultores y escritores suelen dividir las vidas de estas personas de acuerdo a sus etapas creativas. Ningún mago se escapa encadenado de una piscina desde el primer día y a ningún payaso le salen a la primera los amarres en un globo para hacer un perro mientras se encuentra montado sobre un monociclo. Hay personas con talento –dicen los estudiosos de las artes— pero también están sujetas a una cadena de cambios programados y aleatorios que las conducen a construir las obras que observamos en el presente.

Dicen que se empieza con las creaciones de juventud: ingenuas y sencillas, a veces sólo caprichos para complacer a sus padres, después se avanza por un periodo de imitación, los años tradicionalistas en los que reproducen los patrones del pasado y se aprende de los viejos maestros. Les aplauden, los admiten en las academias, los invitan a las casas de cultura y hacen uno que otro espectáculo hasta que se aburren. Entonces ven a un artista callejero de menor renombre en el centro de la ciudad del que nadie conoce y aún así le dan monedas a pesar de equivocarse rutinariamente en los trucos de magia, en el orden de las palabras en los chistes o en los colores con los que pintan con gis en la banqueta. Dicen los críticos que encuentran ahí un periodo de oportunidad, de autocrítica y que comienza la ruptura. Vienen entonces los periodos luminosos, de reflexión, los años oscuros, los de la depresión, los del reencuentro con sus orígenes y las etapas erráticas. Hay algunos que se salen del guión y se van a Tahití para vivir con los pescadores y hay el que se dedica a hacer trucos con fuego dentro de fábricas de papel. Les gusta el arte colectivo, esparcen globos por las ciudades y los revientan todos al mismo tiempo. Uno hizo una cabaña junto a un lago, sembró frijoles y se dedicó a leer la Ilíada. Otro se enteró de que había un volcán que estaba naciendo y pensó que tal vez así podía conocer un poco de la Tierra primitiva y viajó hasta el sitio para respirar azufre. Un poeta se dedicó a hablar con Dios, en soliloquio; un músico colocó el piano por arriba de su retrato, un escritor lo negó y otro artista emprendió el camino de ignorarlo para fomentar la adoración de la representación de la deidad con cabeza de elefante. Y tenemos aquel periodo sin nombre de ese escritor que aprendió a bailar una noche de verano borracho y solo. No sé si fue en ese momento, o si lo dejó como su legado, pero al mismo tiempo se lo ocurrió que un poeta podía –además de nadar— ahogarse tratando de abrazar su reflejo en un estanque. El periodo suicida –dicen los biógrafos—que sería complementando con los textos de todos aquellos escritores anónimos que lo siguieron haciendo bajo su nombre. 

Con esas transformaciones hacen escuelas –afirman— los jóvenes artistas aprenden en ellas para después romperlas. Unos influyen en los otros, los alaban, se pelean, queman las obras del pasado y esperan a que lleguen los siguientes que harán lo propio con las de su presente. Podemos pensar que así es con la mayoría, concluyen los críticos, pero aún así no siempre entendemos el porqué detrás de un mago –que de manera inesperada– se corta en dos y no regresa a ser uno solo para acabar más rápido con el espectáculo porque está fastidiado del público que siempre se cree el mismo truco o está el escultor que comenzó a aventar sus piezas desde la azotea de un edificio hacia la calle para dejar su casa limpia y comenzar de nuevo. De eso se tratan los cambios, decía. ¿Qué no se podía empezar desde cero? Dejar el teatro y convertirse en brujo, hacer a un lado el ensayo y escribir albures. Ser virtuoso del violín y hacer un trato con el diablo o ser poeta y alabar a Satanás con la esperanza de encontrarse con públicos mejores.

Aprendamos de la pintura -ejemplifican- la alegría ahí tiene un límite. Hay cuadros que, al concluirse, son inmirables. Entra uno al mismo cuarto en el que están colgados y se siente el cambio en la piel, la incomodidad. Además esas salas suelen estar llenas de personas. Nos empujan, escupen. Aquel tose, mírenlo, se ve enfermo, traigan un médico para que nos dé la referencia, mándenlo a su casa.

Ante una vida así -con la expectativa de contemplar las obras tan luminosas de esos muralistas alegres- todavía quieren que uno tenga espíritu suficiente para entrar con cubrebocas, sin abrir los ojos y que se encuentre en el mismo humor que el artista. La alegría se pinta de amarillo, al parecer, y le ponen tanto que sale hasta en rayos pequeños debajo de la cama como si además de felices se hubieran burlado todas las reglas de las sombras. Es el estilo del autor –dicen de nuevo los críticos— el problema está en la persona que observa. Esa práctica la aprendieron durante sus etapas de experimentación, se les hace muy vanguardista cambiar los horizontes y las perspectivas, hacen creer que las montañas no son tan altas y que una aguja es más grande que un camello. Por eso si uno se lleva la foto del cuadro hasta la punta del cerro en el que lo pintaron no tarda en llegar la decepción de que lo único que tiene de semejanza a la realidad son las nubes, entre tanta indefinición sólo ahí quedó un poco de certidumbre y coincidencia en los colores.

Y eso suele suceder en especial en las etapas bucólicas pintorescas, tantas letras para llamarle a los años en que se le da a un artista el ir al campo y pintar la vida de los nativos. De ahí vienes –le dijeron— como todos. Alguno de sus ancestros también creció entre los maizales.

Allá la montaña, aquí el arado, de aquel lado el río, esa ladera sí, la otra no… ya está talada, pero nadie tiene que darse cuenta aún, ¿o sí? Entonces le colocamos un color verde y una mancha deforme, un poco de neblina y decimos que está cayendo lluvia desde la cima. Hasta debería haber más nieve, pero como no es temporada vamos a marcar sombras, repetimos el paisaje de la otra ladera, colocamos la firma en la esquina inferior derecha y cerramos.

El que le sabe busca cómo arreglarlo, pero el crítico dice que su ojo cambió, que ahora lo que hacía eran idealizaciones del paisaje. ¿A poco los que compren el cuadro, el poema, el tejido o la fotografía van a subir hasta la punta del cerro desde el que supuestamente se obtuvo la inspiración para cerciorarse que mantiene algunas semejanzas? Lo que se vende en esas obras es la historia.

No, miren, en esa etapa de su vida esta persona subía con tres burros por aquel sendero. Mientras caminaba le salían las víboras. Aún así se pasaba la tarde memorizando el paisaje y haciendo algunos trazos. A veces le llovía y se pudría el papel, también sucedía que se quedaba sin pintura o sin tinta o sin voz o simplemente había recibido tanta luz que sus nervios no la podían procesar más.

Una buena historia se interpreta como bastantes días de trabajo y un mejor precio en la subasta. Y así como los críticos vuelven a explicarles a los compradores los cambios que marcaron el fin del periodo bucólico pintoresco, también mencionan que algunos galeristas del momento se aprovecharon de esta inestabilidad para exigirle al artista unas últimas obras.

Pero si para ti esto es como un pasatiempo, le jugabas al escritor en grupos por internet o dibujabas sobre los recibos del súper y hacías muñecos de plastilina con chicles, pero ahora sí te tienes que comprometer. Dos, tres trabajos más, anda, que las personas van a empezar a buscar tu nombre y algo deben encontrar. Por lo menos un paisaje de un río y un venado, le puedes colocar unos pinos y algún nopal a escala para no dejar de marcar el detalle nacional. Qué quede bonito, no te quemes.

Paisajismo es costumbrismo, dicen, y tiene sus límites. No los dejan inventar fuera de lo creíble, como colocar junto a las pirámides un mercado de revistas japonesas o estructuras circulares africanas. Ya si se entercan en fantasear, rompen la tradición y los biógrafos los colocan en seguida en la siguiente corriente surrealista o grotesca que les corresponda. Son los cambios que representan la antesala de la madurez. Y bien que algunos hubieran podido llegar ahí más rápido, incluso desde el principio, pero como la suelen acompañar con el deseo irrefrenable de vivir en una casa de retiro en la playa, que bien pudieron construir con unos palos y mecates hacía más de 40 años, se esperan a los 75 bien cumplidos porque se les hubiera hecho aburrido pasar toda la vida contemplando su idea del paraíso. Es como un infierno autogenerado, dicen por último los críticos, ahí ya no van a producir nada. Por el bien de su creatividad, mejor les hubieran durado un poco más las crisis y las pandemias.

Créditos de la imagen: Estudio de Arquepoética y Visualística Prospectiva, fragmento de pintura de Gerardo Murillo, Dr. Atl. Tipo de licencia: https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/2.0/

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