LXIII Edición: Temporada de lluvias

La risa del demiurgo

Despierto en la oscura madrugada, aquella fría hora de la noche en la que el mundo ha sido abandonado desde hace tiempo por el sol, y en la que su anhelado regreso se siente lejano todavía. 

Escucho ruidos que provienen de las calles que están afuera de mi ventana, sin embargo, estoy convencido de que no pueden ser reales.

Porque todo se ha acabado, ya no queda nada…

Entonces, recuerdo: estaba soñando que el mundo se resquebrajaba, y que las ánimas de los difuntos ascendían furiosas desde los reinos que yacen en lo profundo.

Una breve síntesis del sueño: una furia de milenios, aunado a la irreverencia de los vivos que pueblan el Reino Medio (que los dejaron de venerar) había colmado a los muertos hasta tal punto, que se vieron incitados a rebelarse contra aquél que los guió al inframundo: una extraña entidad de pies alados, que es también el guardián del puente que los separa de la vida; sobre el cual, según les fue dicho, pesaba una arcaica prohibición del Supremo, que ordenaba que había de ser de vía única para los mortales, un solo camino hacia una muerte eterna y sin retorno.

Y los muertos habían permanecido relativamente conformes con este exilio perpetuo al que fueron condenados, en ese reino oscuro y maloliente, ya que se les prometió el cumplimiento de ciertos términos, siendo el principal de ellos, que el culto constante y devoto de los que aún viven, en el reino del medio que se habían visto forzados a abandonar, no cesaría nunca, y sería un gran consuelo que alimentaría sus almas condenadas mientras permanecieran en la oscuridad eterna.

Pero fue todo un engaño, ya que tiene tiempo que los vivos sólo se mofan de ellos y de su triste destino, y odian su recuerdo, y la muerte no es para ellos más que un pensamiento indeseado.

Y el tormento de observar a esos arrogantes tontos burlarse de su condena, verlos vivir sus cortas vidas sin sentido, para pronto venir a unírseles en sus rebaños malditos, fue más de lo que estas almas, débiles y muertas, pudieron tolerar.

Hicieron parlamento y llegaron a la conclusión unánime de que su eterno exilio en esas cuevas inmundas era una incongruencia, una regla absurda emitida por una susodicha autoridad suprema, a quien ellos nunca habían conocido. Incluso se dieron cuenta de que ninguno entre los millones y millones de los presentes había presenciado jamás un atisbo de su existencia.

Entonces, concluyeron que el regalo agridulce de la vida les había sido arrebatado de sus putrefactas manos por la sola autoridad de aquel demonio, embaucador y maldito, que los condujo hasta estos tristes lugares bajo falsa autoridad, ese demiurgo de baja calaña que había resultado ser nada más que un embaucador, ya que habían visto que no había autoridad alguna que lo sustentara; la deidad suprema de la que había dicho ser representante, la mentira más calamitosa.

Descubrieron que en aquél mundo sin ley ni sentido, la única realidad eran ellos y sus ingentes números, su colosal poder de ejército tras ejército de inconformes muertos, arrebatados de la vida con engaños.

Habiendo construido un caso indestructible a su favor, no tuvieron más que ir en batalla, impulsados por una furia alimentada durante eones, y amenazar con sus infinitos números al Guardián del puente, ese arcaico embaucador de almas que se había salido con la suya hasta este momento.

Al ver aproximarse a los batallones sin fin de los muertos, supo el Demiurgo que se había terminado este teatrillo, y que ahora cambiaría el orden del mundo. Sin embargo, rio para sus adentros con la sabiduría que posee quien ha visto la realidad última del Vacío y lo eterno de la Nada; y huyó del lugar en satánico vuelo, encendiendo aún más el odio de las almas al llenar con su risa sardónica las cuevas del inframundo, en búsqueda de alguna otra especie incauta.

Así fue como los difuntos encontraron el paso de regreso a la vida, libre y abierto, y emergieron en manadas de billones a corroer el Reino Medio, donde los incautos vivos, perdidos en la ignorancia propia de su corta existencia, no pudieron siquiera entenderla causa de su fin.

Fue en este momento del extraño sueño que fui sacado de la visión por los ruidos de la calle, que en un inicio sentí tan incongruentes con la realidad en la que había estado sumergido, pero que pronto descubrí ser sólo un camión echándose en reversa y unas gentes gritando.

Pero me queda en la mente la risa sardónica de la extraña criatura que se burlaba de la ignorancia de la especie, cuyos ecos terroríficos me incitan a pensar en la nada, en el vacío…

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