LXIII Edición: Temporada de lluvias

Dos cruces

La Venada

Aquí bájense, nos dijo el Tunga, al rato viene el Otro por ustedes. Éramos diecisiete, once pollos y seis pollas. Todos llevábamos una mochila llena de comida y un galón de agua. De las siluetas de los arbustos salió el Otro. Síganme. Avanzamos una media hora y nos trepamos a una loma tupida de piedras como de río, Agáchense, vamos a esperar el cambio de turno. La línea estaba abajito, alumbrada por un farol, esperando a que dieran las doce para que la atravesáramos. En el cielo no había ninguna rendija por donde se asomara una estrella, de vez en cuando se veía una baraña empujada por el viento; el Otro aguzó la cabeza como perro orejón y ya encarrerado gritó: Píquenle y no se separen. Llegamos a la alambrada y nos arrastramos para cruzarla; mientras más nos alejábamos de la línea, más oscuro se ponía; yo me guiaba por el trote de los demás pollos; sentía a través del pantalón y de la chamarra el roce de la breña. Apenas empezaba a brotar el sudor cuando tropecé; Cuidado con las vacas, susurró el Otro. Me levanté y agarré de nuevo el paso, nadie hablaba, los únicos ruidos que se oyeron por un rato eran los mismos que nosotros hacíamos, luego se les juntó el de un motor a lo lejos, Tírense a la tierra y quédense quietos porque el mosco los ventea. Al caer, sentí lo frío de las piedritas que se sumieron en el cachete. El zumbido de la máquina venía de arriba y un gran círculo de luz se paseaba enfrente de nosotros, se vino tanteando y nos cayó encima, No se muevan, vociferó una bocina, y empezaron a brincar camionetas por todos lados como plaga de chapulines, Ya nos cacharon. Pese al ventarrón de hélice, me levanté y mientras giraba la cabeza, se deslizó la mochila; vi un portillo entre dos camionetas que venían en friega, y por allí me fui; me acordé de cuando jugaba a los encantados y el Memín, la Manina, el Miel me iban correteando; no voltees, me decía, porque te alcanzan, y salté matorrales y salté rocas siendo la Venada. Como ya me había acostumbrado a la oscuridad y la madrugada iba creciendo, logré esquivar los cactus que aparecían, y sobrevolé sin problema los peñascos y los cardos. Mis piernas se sintieron fuera de peligro y empezaron a desacelerar; me llegó la sed, pero el galón había quedado atrapado en la luz lanzada por el mosco. Todo estaba quieto. Parecía que el viento había dejado de respirar; como si los polleros y los migras hubiesen dejado en paz al desierto y sólo una polla perdida vagara en él.


La Bestia

Apúrense, cabrones, la Bestia no espera a nadie, decía el pollero mientras algunos enrollábamos las cobijas y otros recogían los enseres. Nos encontrábamos en el albergue Hermanos en el camino, en Ixtepec, y estábamos por irnos adonde pasaría el ferrocarril. Hacía más de una semana que habíamos cruzado el Suchiate. Éramos trece con todo y el pollero: de Guatemala, El Salvador, Honduras y de Ecuador. Van a tener que mocharse con el garrotero; cincuenta varos por piocha. El pollero hablaba como mexicano, pero sabrá Dios de dónde sería. Entramos al patio ferroviario. Había cientos esperando a que la Bestia apareciera; se oyó su bramido y toda la mancha de gente se alzó. Todos al mismo vagón, síganme. La Bestia apenas se arrastraba como invitándonos a que la montáramos. El culebrón se veía alegre con tanto migrante encima. De los doce, ninguno había estado sobre el cuerpo de la Bestia, pero nos veíamos muy campantes, como si hubiéramos nacido para eso. Adelante de Coatzacoalcos la cosa se complicó; la velocidad del tren fue disminuyendo hasta que los vagones quedaron quietos. Llegaron de repente varias camionetas por cada lado, muchos saltaron y se echaron a correr gritando: Los zetas!, los zetas! Se oyeron balazos, y el pollero, agachándose: ¡Péguense a la Bestia! Un zeta nos gritó: ¡Bájense y acomódense en la caja de la camioneta! Nos llevó a un caserón en un pueblo llamado Oluta. Nos fueron pasando uno por uno a un cuarto. Allí me dijeron que marcara el número de un familiar y le contara lo que me había pasado. Me contestó mi madre y luego de un minuto, me arrebataron el celular; le pidieron mil dólares, que los enviara a una casa de cambio en Jalapa. De los otros once, llegó rápido el pedido y se los llevó el pollero. En tres días vengo por ti. Qué vamos a hacer contigo, tus familiares no te quieren, me dijo el de la camioneta mientras jugaba con un revólver; le sacó las balas del tambor, luego le regresó una, le dio vueltas a la rosca y me apuntó. Ya no parpadeé; ni siquiera solté un gesto porque ya estaba muerto; el clic del gatillo me entró por los ojos; el de la camioneta se acercó, me extendió la mano y con voz contenta dijo: yo te voy a pasar al Otro Lado.

Créditos de la imagen: Flickr, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, https://www.flickr.com/photos/cidh/14972406965/in/photostream/ – Licencia: https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/

1 comment

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.